sábado, 14 de junio de 2014

Entrevista para "On-Road Magazine"

Hace unos meses los amables responsables de la revista digital "On-Road Magazine" se pusieron en contacto conmigo y me pidieron que contestara las preguntas de una entrevista acerca de este blog de viajes con la "Xiqueta" (mi autocaravana) y el mundo del sector. Accedí, desde luego, y ahora acaba de publicarse. Realmente me ha hecho ilusión... Si alguien desea echarle un vistazo o mirar las fotos, no tiene más que picar en el enlace que hay más abajo. También tenéis acceso a los otros números de esta estupenda publicación. ¡Aprovechad y disfrutadla...!

¡Muchas gracias a la gente de "On-Road magazine" por este regalo tan bonito!.

Espero que os guste !

Entrevista ''On-Road Magazine''

miércoles, 27 de febrero de 2013

(25) La Alberca y Peña de Francia, mosquitos, diluvios e infinitud


Con urgencias ineludibles de vaciado “oscuro” abandono el pequeño paraíso de Fuenteguinaldo y dirijo pasos, atención y caracol hacia La Alberca, corazón y punto de partida de la Sierra de Francia. Nada más llegar me topo con dos compañeros ruteros, bastante mosqueados con el área del pueblo (ancha, llana y bien dotada), porque la rejilla para evacuar negras estaba hasta arriba... Parece que no tragaba bien. Por suerte, otro avispado compañero nos alza una trampilla que comunicaba precisamente con el desagüe de la rejilla de negras, y, así, todos podemos respirar tranquilos (literalmente, también...).

Un par de autobuses, que transportan escolares, ocupan también el área, pero hacia mediodía me quedo solo. Entonces, viene una camper holandesa, gobernada por una simpática pareja, que de inmediato saca un par de sillas y se dispone a zamparse su comida. Me ruge el estómago, pidiendo él también lo suyo, por lo que me preparo mi humilde manjar y, con la panza llena, descanso un rato para que baje la ración.


Después, mientras el pueblo descansa en la siesta, me lo recorro casi entero. Desde luego, no puedo entraren la iglesia (vaya horas...), pero en cualquier caso me impresiona la arquitectura de La Alberca, muy singular. No entraré en detalles, pero es sencillamente mágica. Como las fotos tampoco revelan nada, quien lea esto (¿lo hay...?) deberá ir allí para descubrirlo por sí mismo. No se me ocurre mejor recomendación...

Esa tarde me pasa entre paseos, lecturas, estudios y sesiones musicales, casi todo ello dentro del caracol. Por la noche, me lanzo pronto a la capuchina, a roncar, porque tenía en mente marchar a la mañana siguiente, bien temprano, a pie hasta el pico de la Peña de Francia, a nueve kilómetros de distancia y unos ochocientos metros más arriba de donde yo dormía en esos momentos. Así que necesitaba estar bien descansado...

Por tanto, la jornada segunda en La Alberca arranca antes de las ocho. Un azul sereno y profundo me saluda, como infundiendo ánimos... A tope de energía, bien desayunado e ignorante de lo que me esperaba, sigo las indicaciones y el GR-10, que transcurre por parajes de gran belleza, muestra sobre su trazado la inmensa mole a la que, por las buenas o por las malas, debía llegar.


La primera parte de la ruta es agradable, sin ninguna dificultad. La segunda, cuando empieza a ascender, requiere un poco más de esfuerzo, pero tampoco nada desmesurado. Pero hay un problema... y un problema no previsto, además: Mosquitos. Y moscas, también. Y no unas pocas; centenares, más bien. Incluso miles... Una plaga, vamos. Quizá reverberantes por la primavera de mayo, el caso es que te siguen allí donde vayas, pero no para hacerte compañía, sino para descender sobre tu testa, brazos y piernas (sudorosos todos...), e intentar depositar, allí, su repugnante (con perdón) progenie... La imagen sería cómica: un tío larguirucho, sin sombrero y con báculo torcido, ascendiendo por el empedrado sendero tratando de espantar los insectos a manotazos. Confio que nadie con cámara estuviese cerca en ese momento...



Pero, pese a la plaga de insidiosas alimañas chupa-sangre, al fin llego a la Peña. Estoy a 1.730 metros de altura. Medio desintegrado (no, corrijo: absolutamente desintegrado), pero llego. Yo suponía que, con la altitud, las bestias insectívoras ya no resultarían tan molestas, pero me equivocaba: allá arriba no eran miles, sino millones, las que pululaban. Nubes enteras de ellas, que se te metían en la boca y por la nariz... Un asco, vaya. Pero es el precio de la primavera. Y hay que pagarlo.

Busco refugio en el bar de la cima. Pido un Aquarius para recuperar sales, líquido y aliento (perdido en algún lugar del ascenso...), descanso a puerta cerrada, en el hall del bar, viendo estrellarse a los insectos en el ventanal de entrada... Engullo un par de plátanos y apuro las últimas avellanas, antes de salir a enfrentarme de nuevo al alud de bichos voladores.
















Por suerte, las vistas y el límpido cielo compensan todo. Entro en la iglesia, y en la “capilla blanca” (bajo a la cripta donde se halló la imagen de la Virgen; un lugar muy especial). Recobro fuerzas, me preparo (mentalmente) para la vuelta, y poco a poco, deshago el camino recorrido. Extrañamente, en el regreso no me sigue insecto ninguno... Es increíble, pero creo que los he echado de menos.



Creía que era un trayecto inmenso, pero no ha sido para tanto. Paciencia, un pequeño soliloquio a los bosques para hacerlo más llevadero, y al mediodía ya piso mi casa. Por fin. Una ducha reconfortante (sólo eso ya vale un millón...), gazpacho y un par de yogures para comer, lecturas y una siesta de casi una hora para que el cuerpo (y la mente) vuelva a estar fresco...

Pese a no ver una nube gorda en todo el día, por la noche escucho acercarse a los truenos. Parece que la tormenta va a ser fuerte. Me duermo bajo un diluvio aterrador, furioso, de órdago.

El crepitar del agua sobre el techo ayuda a dormir. Parece leña quemándose en el hogar.

jueves, 20 de diciembre de 2012

(24) Fuenteguinaldo
















Sin rumbo fijo (así debe ser, ¿no?), me despido de Peñaparda y enfilo la carretera comarcal CL-526 mirando aquí y allí, porque no quería avanzar mucho; el terreno era demasiado bueno como para dejarlo atrás tan pronto...

Ojeando el mapa detecto una ermita en las proximidades de Fuenteguinaldo. “Bien”, me digo, “hacia allá”. Al llegar al pueblo, del que todo desconocía, veo un caminito que, según me parecía, en sentido contrario a aquel se dirigía hacia el cementerio. Parecía un sitio tranquilo. Con precaución (el caracol apenas cabe en él), el sendero me deja junto al muro sacramental. No hay demasiado espacio, pero me basta. Doy la vuelta y me encaro hacia Fuenteguinaldo. Es casi mediodía, pero excepto algún camión que transporta rocas de alguna cantera próxima por la carretera principal, no oigo nada más. En absoluto.

Dejo sola mi casa para, como siempre, descubrir dónde estoy. Ermita, iglesia, callejuelas, casuchas y rincones singulares... Un pueblo más, o sea, como ningún otro. Vuelvo, me relleno, leo un poco (pero sólo un poco, me quedo sopa en unos minutos...) y tras la siesta decido que es hora de ponerme al día en tareas académicas: tres horas de largos, superfluos y agotadores circunloquios, retóricos y grandilocuentes discursos filosóficos colman mi paciencia; por lo que, ya de noche, doy una vuelta por la “muerta” (por silenciosa) cercanía. Oigo algún perro, que me observa desde la distancia.

Hace frío, pese al florido mayo. Mis amigas no paran de titilar, por allá arriba. Yo también me estremezco, y, ya en la capuchina, me despido de la Cabellera de Berenice, que descansa justo sobre mi cabeza. ‘Zzzzzzz....’

Al despertar, a la mañana siguiente, el rocío invade el ambiente; se aprecia, en la distancia, las nieblas persistentes, pese a que el sol ya luce alto. Regueros líquidos se deslizan por las ventanas. Pero la estrella, desde luego, les vencerá. No hay nada que hacer contra su poder...















Un libro que empiezo a leer se titula así: “El misterio de los misterios”, de M. Ruse. Lo devoro poco a poco, aprovechando sus enseñanzas, en la medida que puedo. Dos o tres coches se acercan, para presentar sus respetos a los que en el cementerio habitan. Como muy temprano y, para aprovechar la luz diurna y las agradables condiciones atmosféricas, decido caminar un buen rato.

Un cartel en el pueblo me señala la presencia de un dolmen y los restos de un antiguo poblado romano. Pregunto a un lugareño por su ubicación, y se presta a acercarme un poco en coche, al menos hasta la salida del pueblo. Se lo agradezco, porque la dirección hacia mi objetivo no estaba muy bien señalizada. Después camino unos cuatro kilómetros, gozando del entorno, bello y sereno, de las vacas en sus pastos, y de la práctica inexistencia de alma humana, más allá de algún extraviado, como yo...

Un ciclista me desilusiona al advertirme que, en realidad, el poblado es poco más que un par de muros llenos de maleza. Cuando llego, admito que llevaba razón. Aun así, paso las manos por encima de las antiguallas rocosas, recordando que sus vidas y esfuerzos fueron el fundamento de lo que ahora hay aquí... Otro lugareño sugiere que hay varios sarcófagos en lo alto de una loma, pero aunque los busco no logro reconocerlos.

Meriendo en un área recreativa construida a la vera de una presa del río (creo) Águeda, espantando las incontables moscas del lugar a manotazos y descansando un momento antes de deshacer el trayecto.
















Vuelvo a casa gratificado por el viajecito a pie; me encanta Fuenteguinaldo. Así se lo dije al hombre del coche que he mencionado. Él respondió: “Bueno, sí, es un pueblo...”, sin más, como diciendo: “Tiene lo que todos tienen”. Pero no todos poseen esa tranquilidad, esa paz ambiental, un tesoro histórico a sus espaldas (aunque sean dos muros...) y la gracia de un terreno casi místico, veteado de granitos y esquistos antiquísimos. Tampoco todos saborean ese cielo abierto, luminoso, fuente de estrellas y de sueños.

Me imagino el invierno allí, junto al fuego, el viento aullando a través de los robles, dos palmos de nieve frente a tu puerta, luces de navidad que vivifican el espíritu navideño, y, también, tu familia alrededor...

Y, me pregunto: ¿Acaso necesitaríamos algo más?

viernes, 14 de diciembre de 2012

(23) Peñaparda















Ascendiendo el puerto de Perales, cuya cresta abre las vistas a la sierra de Gata, vuelvo a Castilla y León, tras unos días vagando por las extremeñas tierras de su vertiente norte. La ropa precisaba otro lavado, de modo que pruebo suerte en el primer pueblo con que me topo: Peñaparda. Antes, sin embargo, paro en el mismo pueblo, aparcando entre naves para ganado y la señal del GR-10 (el mismo que recorrí en Tornavacas). Recorro Peñaparda y compro (me regalan, mejor dicho) una hogaza de pan deliciosa, por 1,2 euros, en un horno al que volveré mañana, antes de partir.

Arranco nuevamente y, no lejos del pueblo, veo un caminito rural. Me detengo unos metros más allá, siguiéndolo, aún a la vista desde la carretera, agobiado por la obligatoriedad de la colada. Lavo sólo lo imprescindible, y tiendo de la forma más inadvertida posible.

No llevaba ni un par de horas la ropa allí cuando (debí suponerlo...), se acerca una patrulla de la Guardia Civil. Los dos agentes me saludan, cortésmente, y me señalan que estoy “acampado”, lo cual era totalmente cierto, con mis calzones al aire. Les explico la urgencia perentoria del caso, y que era consciente de estar ilegalmente situado. Les digo que puedo retirarlo de inmediato y tenderlo dentro de casa, y que por supuesto no tenía previsto sacar nada más (ni sillas, mesas, toldos y esas cosas; no les miento, de hecho, prácticamente nunca lo hago; el toldo, por ejemplo, lleva dos años sin ser extendido...); pero ellos, muy benevolentes, me indican que sólo me piden que retire la ropa cuando esté seca, e incluso que, si lo deseo, puedo rellenar un permiso para estar “oficialmente acampado” sin problemas, para extender y sacar todo lo que quiera. Se lo agradezco, pero insisto en lo innecesario del caso. A continuación me preguntan si el caracol es mío (afirmativo), y me piden el DNI. Se lo llevan al coche y examinan algunos datos (seguro e ITV al día, supongo). Como todo está correcto, se despiden, les agradezco de nuevo su amabilidad y vuelvo tranquilo a mis quehaceres. He de reconocer que sospechaba de una posible multa (se ha dado el caso de amabilidad policial y, tras ello, una factura a pagar...), pero resultó que eran honestos, como un porcentaje muy (muy) alto de sus compañeros.

Para evitarme ese episodio, debería haber sido más cuidadoso, y también más discreto, algo que ya he aprendido para futuras ocasiones. Tras ello, como muy a gusto (qué bien sabe el pan recién hecho...), y leo unas páginas sobre Nietzsche antes de quedarme amodorrado. Despierto media hora más tarde, y para despabilarme exploro el sendero agrícola durante un par de kilómetros. Huele a animales rumiantes, estiércol, y se ven boñigas por todos lados. Me gusta, no estoy nada acostumbrado a ello...















Regreso, engullo los plátanos y me centro un poco en las tareas académicas. Me cuesta digerir la distinción kantiana entre entendimiento y razón, y aún más la teoría intencional del significado así que, algo abrumado, apartado los libros y enciendo la radio, que me templa el ánimo con el Réquiem de Fauré. Tras él pongo un cedé de los Led Zeppelin, que atronan a través de los altavoces, y doy paso a la cena con la banda sonora de Paris-Texas, con sus fabulosos y melancólicos rasgueos guitarreros.















Introduzco un DVD en el portátil y visiono (lo he hecho como una docena de veces) la película que lleva el mismo nombre de la banda sonora citada. Un hombre atraviesa el desierto siguiendo las líneas de alta tensión con un objetivo, que sólo cumplirá al reunir de nuevo, como debe ser, a una madre y su hijo.

La sesión cinéfila termina y salgo a echar un vistazo, ya muy entrada la noche. Se ha encapotado el cielo, pero no hace nada de frío. No se observa movimiento en Peñaparda; tampoco circulan coches. Una vez más estoy solo, en medio de la oscuridad y el silencio. Puede resultar un poco cargante, a veces, pero como me dijo una vez una tía, “mi soledad por mi libertad”.

Ea!

viernes, 9 de noviembre de 2012

(22) Plasencia, Cadalso y norte de Extremadura

 














Descendiendo lentamente el puerto de Tornavacas, llego al pueblo homónimo con la necesidad imperiosa de hacerme con un buen chusco de pan. Me agencio uno casi tan grande como mi brazo por setenta céntimos, un auténtico regalo, y de paso recojo también un pote de mermelada de zarzamoras del valle de Jerte. Me cuesta casi cuatro euros, un lujo para mis arcas modestas, pero al menos así ya dispongo de merienda para un par de semanas...
Relleno el depósito de limpias gracias a una fuente cercana y continúo bajando hasta la planicie en la que está asentada Plasencia. No sé si llamarlo pueblo grande o pequeña ciudad, porque creo que es ambas cosas, y que mantiene las virtudes de las dos. Me ha gustado: su parque-zoo con animales exóticos sueltos, casi a tu lado, la Catedral Vieja-Nueva (que, por 1,5 euros, puedes disfrutar con toda tranquilidad), las distintas y majas iglesias, las murallas...

Paso un buen rato también en la biblioteca, donde hojeo el periódico (hoy hay liquidado a Bin Laden, según he leído; mejor muerto y silenciado que contando hechos comprometedores en un tribunal... ¿no?) y admiro el buen surtido de bibliografía filosófica de que disponen. Después me pierdo (literalmente) para localizar el camino de regreso al caracol, pero no me importa; también me interesan, a veces más que nada, las callejuelas y las partes menos conocidas de una urbe...

La única dificultad en Plasencia ha sido hallar un lugar donde estacionar y pernoctar. Como, probablemente por mero desconocimiento, no he logrado encontrar ninguno bueno (me había detenido al lado de Carrefour, donde había comido) he decidido marcharme y avanzar algo de recorrido.

Salgo de allí y, por la gran circunvalación, sigo por la autovía a Coria (que, a tenor por el tráfico que había hoy, un miércoles por la tarde, es completamente inútil e innecesaria, pues en media hora creo haber contado cinco o seis coches...). Molesto por esa superflua construcción, me desvío y cojo una carretera secundaria, junto a un canal. De repente aparece Montehermoso, que hace honor a su nombre. Quería quedarme allí, pero algo me impulsa a no detenerme aún, de modo que mantengo el pie en el acelerador hasta Cadalso, arrinconado bajo la montaña-sierra de Gata, al que llego casi de noche.

Sin tiempo ni luz para buscar lugar ninguno de pernocta, me detengo junto a la carretera, pues hay un hueco de tierra junto a una especie de parque. Los coches transitan por mi lado a demasiada velocidad, y más de uno me despierta una vez ceno y me acuesto. Tienen prisa; yo ninguna. Quizá eso les moleste...















Tras la noche, algo cálida, la mañana entusiasma por el ambiente despejado y el azul intenso del firmamento. Me pateo Cadalso de arriba abajo, sonriendo por su singular iglesia: bordeada por un jardincito acogedor y precioso, su fachada principal está recubierta de rosas, como si algún enamorado de las flores la hubiese decorado a su gusto...

Pregunto para ir al castillo, que se ve arriba del todo, en la cima de la sierra. Me recuerda mucho al de Cocentaina... Lo dejo para mañana, pues me quedaré hasta entonces, después de comer. Sin embargo, no puedo dejar de caminar, de modo que enfilo el río Alagón y lo sigo unos tres kilómetros, saliendo del pueblo y adentrándome en la espesura. Al volver, decido no hacer la vuelta completa, sino atravesar, pies desnudos mediante, el río. Me descalzo y piso las rocas, pero estaban resbaladizas y la corriente era intensa, de modo que por unos minutos me quedo allí, en medio del agua, con las piernas espatarradas y sin saber muy bien qué hacer... Espero que no me viese nadie...
  














Vuelvo atrás, espero a se sequen los pies, me calzo de nuevo y regreso al caracol por el sendero ordinario.
Como, ronco casi una hora y después me acerco a la biblioteca, administrada por una chica joven y simpática, pero muy fumadora. Consulto algunas páginas en Internet, veo mapas de lugares futuros adonde podría largarme, me despido de la sonriente bibliotecaria (ay...) y vuelvo a casa (¿casa?, sí, sí, casa...). Afronto unas páginas de Metafísica y otras de Filosofía Política, me empacho de ellas, y para despejar la cabeza escucho música un par de horas música, antes de cenar, leer un poquillo, dar una última vuelta nocturna por Cadalso y saltar, por fin, a la capuchina para un buen letargo en tierras extremeñas.

Hoy es el día 33 de viaje. ¿Se termina? No, no, en absoluto.

Aún quedan mil días más que narrar...

(21) El valle de Jerte y Tornavacas


No hay demasiada distancia entre Hoyos del Espino y Tornavacas, lo que me hizo arribar allí bien temprano. Pero decidí no quedarme en el pueblo, sino antes, en el puerto homónimo, donde han construido un fabuloso mirador que abarca el magnífico valle del Jerte, digno de admiración por su belleza y espectacularidad.

Estacioné justo al lado del mirador, comiendo mis energizantes alubias del Barco de Ávila para coger todas las fuerzas posibles, porque pensaba subir a algunos de los picos cercanos. Pero (no sabría decir si por torpeza o mala señalización) no hallé el modo de enfilar el sendero adecuado, y que quedé con las ganas de vislumbrar el panorama desde las alturas. Así que, como no podía subir, decidí bajar hasta el pueblo, siguiendo la señal del sendero GR-10, de modo que enfilé el sendero, bien desbrozado pero bastante desdibujado, y hacia las tres de la tarde llegué a Tornavacas.

Lo primero que observé, incluso antes de llegar, fueron las numerosas humaredas que salían de las calles. Ignorante, en un primer y absurdo momento creí que los habitantes de Tornavacas mantenían encendidas las chimeneas, pese a encontrarnos en pleno mayo. Después comprobé, sin embargo, que ellos no son tan frioleros como suponía: las columnas de humo procedían de hogueras, sí, pero no se hallaban dentro de las casas... sino fuera. Intrigado, pregunté a un par de lugareños el motivo de aquella “cremà” a la extremeña. Como amablemente me indicaron, se trataba de una muy antigua tradición, en la que los mozos descargaban los leños viejos en medio de la calle, les prendían fuego y, con ellos, metafóricamente, ardía también el pasado. Un fuego purificador, vamos, renovador, muy en la línea de la primavera que dota de vida nueva al mundo, justo como la que estábamos viviendo aquellos días.






















Recorro un poco más las calles, pregunto si había alguna tienda abierta (no, dado que era fiesta...), y trato de regresar al caracol... Pero había un problema: una de las sandalias se me había roto por un lateral, de modo que no podía comprar otras (todo cerrado), y tampoco podía volver por donde había venido, dado el suelo pedregoso, suelto y lleno de matorrales aplastados del sendero. Así que, sin otra alternativa, tuve que enfilar el ascenso hacia lo alto del puerto a través de la carretera... o sea, seis kilómetros de subida constante, unas doscientas setenta mil curvas (más o menos...), dolor infernal en el pie mal anclado a la sandalia... y 1.000 metros de desnivel. Ésos, sumados a los otros 1.000 en bajada, hacían 2.000. ¡2.000 metros de desnivel! Llegué, sin agua, agonizante, con el pie derecho destrozado, y renqueante, hasta mi posada. Al tocar sus paredes exteriores, di gracias al divino: había llegado sano y salvo.
Me preparé una buena ducha, luego un baño para los maltrechos pies, y al atardecer la radio me relató el partido de fútbol de Champions entre el Barcelona y el Madrid, vuelta de semifinales (1-1, y el Barça a la final...). Tras ello, y una generosa cena, salí a contemplar la noche en Tornavacas.

Supongo que atraído por los olores (me había cocinado y zampado una rodaja de emperador...), me visitó un simpático perrazo, famélico y casi desmayado por el hambre, al que acaricié y con el que jugué un rato, ambos solos allá arriba, a oscuras en el mirador. Le ofrecí unas galletas y un poco de agua, que se tragó ávido, el pobre (me hubiera gustado darle un buen pedazo de carne... pero es lo malo de ser vegetariano, en estos casos). Decidí que si volvía al día siguiente le daría una lata de bonito, pues era lo único que supuse “comestible” para él. Mas no regresó por la mañana, algo que lamenté...

Quizá sea un poco duro, pero creo que sólo un desalmado puede desprenderse de un perro así, ya tan crecido, un animal noble e inteligente. Estuve a punto de llevármelo al caracol y darle el papel de guardián... Y estoy seguro que lo hubiese cumplido a la perfección.

Estés donde estés, buena suerte, mi Amigo...

domingo, 1 de abril de 2012

(20) Sierra de Gredos y Hoyos del Espino



Lo lamenté mucho, pero finalmente decidí abandonar el paraíso de Avellaneda y volver un poco a la "civilización". El tiempo fue diametralmente opuesto al del día anterior: frío, humedad, muchas nubes y algunas gotas. Pero no importó, pues era primavera y había que esperar cualquier cosa.

Puse rumbo hacia El Barco de Ávila, pues me quería aprovisionar de las proverbiales y gustosas alubias de la tierra, y también de pan (aunque, todo hay que decirlo, a años luz del que hallé en Horcajo Medianero). Pregunté a la señora de la tienda si la carretera de acceso a la Plataforma de Gredos era buena, y me aseguró que sí. Le di las gracias no muy confiado, pero no me engañó en absoluto: relativamente amplia y bien asfaltada, se asciende con mucha comodidad.

Una vez en la Plataforma de Gredos, a la que llegué hacia el mediodía, inspeccioné el lugar, y me situé tras un caracol francés en uno de los reservados pintados para los autobuses. No me gustaba nada hacer aquello, de modo que tras comer cambié de sitio y aparqué en los lugares habilitados para coches, con algo de pendiente pero, al menos, legalmente estacionado.

Tras un descanso y la consabida friega de platos, me preparé y salí de 'casa' para iniciar el ascenso (hacia quién sabía dónde...) por una senda que partía desde allí. Justo al mismo tiempo, y pese al desagradable ambiente, una impresionante caterva de familias, grupitos y parejas con perritos iniciaron el ascenso conmigo. Las rocas de la senda, resbaladizas por la lluvia ligera, nos hacían caer de culo cada dos por tres, pero la gente se lo pasó bien...



Bueno... se lo pasó bien hasta que cayó el diluvio, claro. Supongo que no dedicaron mucha atención al cielo, porque de haberlo hecho seguramente no hubiesen salido de casa, o al menos se habrían abrigado y protegido algo mejor bajo un paraguas o un grueso chubasquero (el cielo estaba negro, amenazante y parecía tener muchas ganas de traicionar nuestra confianza...). El hecho fue que, en cuestión de un par de minutos, descargó con una fuerza tremenda, agua fría y acerada, que pronto se convirtió en pequeño granizo...

Así que, ¡ala! todo el mundo corriendo senda abajo tapándose con las manos la cabeza (las suyas o las de sus pequeños...), maldiciendo y acordándose de los muertos y tal... Fue una escena divertida, yendo todos hacia la Plataforma como posesos, resbalando sin cesar y chillando por los chuscos que les caían encima... Yo, que tuve más suerte al no olvidar mi maltrecho paraguas, no permití que aquello me aguara la fiesta; no había hecho aquel trayecto para que una vulgar granizada de primavera me impidiera llegar hasta el corazón de la Sierra de Gredos (aunque, es justo reconocerlo, a la vuelta estaba completamente empapado por el molesto viento que convirtió mi paraguas protector en un trasto inútil y molesto).



El ascenso me dejó paisajes de gran belleza: bloques de granito repletos de musgos, laderas con nieve residual que dificultaban la marcha (pero era un gusto pisar nieve en pleno mayo...), pequeños lagos fruto del deshielo, que combinados con un cielo negro conferían al ambiente un extraño efecto surrealista (las fotos están tomados en el trayecto de regreso, cuando el temporal cesó de repente, así que no se aprecia en toda su dimensión...).

Llegué al mirador de Gredos y, aunque tenía previsto bajar hasta la Laguna Grande, tuve bastante con quedarme casi una hora allí, con la espectacular visión del circo glacial en toda su enormidad y preciosidad... El pico Almanzor debía estar allá arriba, en algún lugar, pero las nubes ocultaban las cimas del circo. En cualquier caso, recuperé las fuerzas, atravesé parajes llenos de nieve, aguanté como pude el paraguas bajo el vendaval, y disfruté como un niño, casi solo en aquellas tierras altas y espléndidas dada la espantada de turistas y domingueros...

Quería pernoctar en Hoyos del Espino, en un párking que hay justo al inicio de la carretera que llevaba a la Plataforma (en ésta sólo pueden, las autocaravanas, estacionar hasta las 22 horas, si mal no recuerdo), ya que vi a un par de caracoles allí mismo y siempre es bueno pasar la noche al lado de hermanos de viaje, pero cuando llegué y les pregunté si había algún problema, me dijeron que ellos habían pedido permiso para hacerlo, pues se requería. Lo extraño, y absurdo, es que fuera del párking (que era libre y gratuito, por supuesto) podías pernoctar sin problemas... Irritado y molesto, salí del párking, y sin gana ninguna de buscar un sitio adecuado, aparqué en un lugar cualquiera, cené pronto y me dediqué a contemplar el ocaso y a rumiar por qué, cuando se hacen ciertas cosas, se hacen tan mal...

Eso sí, pese al enfado, sonreí al recodar a Gredos, a sus maravillas, y a todos aquellos que, al mínimo contratiempo, decidieron abandonar la ruta y volver al cómodo abrigo de sus refugios.

Así no se consigue nada, ¿verdad?