jueves, 20 de diciembre de 2012

(24) Fuenteguinaldo
















Sin rumbo fijo (así debe ser, ¿no?), me despido de Peñaparda y enfilo la carretera comarcal CL-526 mirando aquí y allí, porque no quería avanzar mucho; el terreno era demasiado bueno como para dejarlo atrás tan pronto...

Ojeando el mapa detecto una ermita en las proximidades de Fuenteguinaldo. “Bien”, me digo, “hacia allá”. Al llegar al pueblo, del que todo desconocía, veo un caminito que, según me parecía, en sentido contrario a aquel se dirigía hacia el cementerio. Parecía un sitio tranquilo. Con precaución (el caracol apenas cabe en él), el sendero me deja junto al muro sacramental. No hay demasiado espacio, pero me basta. Doy la vuelta y me encaro hacia Fuenteguinaldo. Es casi mediodía, pero excepto algún camión que transporta rocas de alguna cantera próxima por la carretera principal, no oigo nada más. En absoluto.

Dejo sola mi casa para, como siempre, descubrir dónde estoy. Ermita, iglesia, callejuelas, casuchas y rincones singulares... Un pueblo más, o sea, como ningún otro. Vuelvo, me relleno, leo un poco (pero sólo un poco, me quedo sopa en unos minutos...) y tras la siesta decido que es hora de ponerme al día en tareas académicas: tres horas de largos, superfluos y agotadores circunloquios, retóricos y grandilocuentes discursos filosóficos colman mi paciencia; por lo que, ya de noche, doy una vuelta por la “muerta” (por silenciosa) cercanía. Oigo algún perro, que me observa desde la distancia.

Hace frío, pese al florido mayo. Mis amigas no paran de titilar, por allá arriba. Yo también me estremezco, y, ya en la capuchina, me despido de la Cabellera de Berenice, que descansa justo sobre mi cabeza. ‘Zzzzzzz....’

Al despertar, a la mañana siguiente, el rocío invade el ambiente; se aprecia, en la distancia, las nieblas persistentes, pese a que el sol ya luce alto. Regueros líquidos se deslizan por las ventanas. Pero la estrella, desde luego, les vencerá. No hay nada que hacer contra su poder...















Un libro que empiezo a leer se titula así: “El misterio de los misterios”, de M. Ruse. Lo devoro poco a poco, aprovechando sus enseñanzas, en la medida que puedo. Dos o tres coches se acercan, para presentar sus respetos a los que en el cementerio habitan. Como muy temprano y, para aprovechar la luz diurna y las agradables condiciones atmosféricas, decido caminar un buen rato.

Un cartel en el pueblo me señala la presencia de un dolmen y los restos de un antiguo poblado romano. Pregunto a un lugareño por su ubicación, y se presta a acercarme un poco en coche, al menos hasta la salida del pueblo. Se lo agradezco, porque la dirección hacia mi objetivo no estaba muy bien señalizada. Después camino unos cuatro kilómetros, gozando del entorno, bello y sereno, de las vacas en sus pastos, y de la práctica inexistencia de alma humana, más allá de algún extraviado, como yo...

Un ciclista me desilusiona al advertirme que, en realidad, el poblado es poco más que un par de muros llenos de maleza. Cuando llego, admito que llevaba razón. Aun así, paso las manos por encima de las antiguallas rocosas, recordando que sus vidas y esfuerzos fueron el fundamento de lo que ahora hay aquí... Otro lugareño sugiere que hay varios sarcófagos en lo alto de una loma, pero aunque los busco no logro reconocerlos.

Meriendo en un área recreativa construida a la vera de una presa del río (creo) Águeda, espantando las incontables moscas del lugar a manotazos y descansando un momento antes de deshacer el trayecto.
















Vuelvo a casa gratificado por el viajecito a pie; me encanta Fuenteguinaldo. Así se lo dije al hombre del coche que he mencionado. Él respondió: “Bueno, sí, es un pueblo...”, sin más, como diciendo: “Tiene lo que todos tienen”. Pero no todos poseen esa tranquilidad, esa paz ambiental, un tesoro histórico a sus espaldas (aunque sean dos muros...) y la gracia de un terreno casi místico, veteado de granitos y esquistos antiquísimos. Tampoco todos saborean ese cielo abierto, luminoso, fuente de estrellas y de sueños.

Me imagino el invierno allí, junto al fuego, el viento aullando a través de los robles, dos palmos de nieve frente a tu puerta, luces de navidad que vivifican el espíritu navideño, y, también, tu familia alrededor...

Y, me pregunto: ¿Acaso necesitaríamos algo más?

viernes, 14 de diciembre de 2012

(23) Peñaparda















Ascendiendo el puerto de Perales, cuya cresta abre las vistas a la sierra de Gata, vuelvo a Castilla y León, tras unos días vagando por las extremeñas tierras de su vertiente norte. La ropa precisaba otro lavado, de modo que pruebo suerte en el primer pueblo con que me topo: Peñaparda. Antes, sin embargo, paro en el mismo pueblo, aparcando entre naves para ganado y la señal del GR-10 (el mismo que recorrí en Tornavacas). Recorro Peñaparda y compro (me regalan, mejor dicho) una hogaza de pan deliciosa, por 1,2 euros, en un horno al que volveré mañana, antes de partir.

Arranco nuevamente y, no lejos del pueblo, veo un caminito rural. Me detengo unos metros más allá, siguiéndolo, aún a la vista desde la carretera, agobiado por la obligatoriedad de la colada. Lavo sólo lo imprescindible, y tiendo de la forma más inadvertida posible.

No llevaba ni un par de horas la ropa allí cuando (debí suponerlo...), se acerca una patrulla de la Guardia Civil. Los dos agentes me saludan, cortésmente, y me señalan que estoy “acampado”, lo cual era totalmente cierto, con mis calzones al aire. Les explico la urgencia perentoria del caso, y que era consciente de estar ilegalmente situado. Les digo que puedo retirarlo de inmediato y tenderlo dentro de casa, y que por supuesto no tenía previsto sacar nada más (ni sillas, mesas, toldos y esas cosas; no les miento, de hecho, prácticamente nunca lo hago; el toldo, por ejemplo, lleva dos años sin ser extendido...); pero ellos, muy benevolentes, me indican que sólo me piden que retire la ropa cuando esté seca, e incluso que, si lo deseo, puedo rellenar un permiso para estar “oficialmente acampado” sin problemas, para extender y sacar todo lo que quiera. Se lo agradezco, pero insisto en lo innecesario del caso. A continuación me preguntan si el caracol es mío (afirmativo), y me piden el DNI. Se lo llevan al coche y examinan algunos datos (seguro e ITV al día, supongo). Como todo está correcto, se despiden, les agradezco de nuevo su amabilidad y vuelvo tranquilo a mis quehaceres. He de reconocer que sospechaba de una posible multa (se ha dado el caso de amabilidad policial y, tras ello, una factura a pagar...), pero resultó que eran honestos, como un porcentaje muy (muy) alto de sus compañeros.

Para evitarme ese episodio, debería haber sido más cuidadoso, y también más discreto, algo que ya he aprendido para futuras ocasiones. Tras ello, como muy a gusto (qué bien sabe el pan recién hecho...), y leo unas páginas sobre Nietzsche antes de quedarme amodorrado. Despierto media hora más tarde, y para despabilarme exploro el sendero agrícola durante un par de kilómetros. Huele a animales rumiantes, estiércol, y se ven boñigas por todos lados. Me gusta, no estoy nada acostumbrado a ello...















Regreso, engullo los plátanos y me centro un poco en las tareas académicas. Me cuesta digerir la distinción kantiana entre entendimiento y razón, y aún más la teoría intencional del significado así que, algo abrumado, apartado los libros y enciendo la radio, que me templa el ánimo con el Réquiem de Fauré. Tras él pongo un cedé de los Led Zeppelin, que atronan a través de los altavoces, y doy paso a la cena con la banda sonora de Paris-Texas, con sus fabulosos y melancólicos rasgueos guitarreros.















Introduzco un DVD en el portátil y visiono (lo he hecho como una docena de veces) la película que lleva el mismo nombre de la banda sonora citada. Un hombre atraviesa el desierto siguiendo las líneas de alta tensión con un objetivo, que sólo cumplirá al reunir de nuevo, como debe ser, a una madre y su hijo.

La sesión cinéfila termina y salgo a echar un vistazo, ya muy entrada la noche. Se ha encapotado el cielo, pero no hace nada de frío. No se observa movimiento en Peñaparda; tampoco circulan coches. Una vez más estoy solo, en medio de la oscuridad y el silencio. Puede resultar un poco cargante, a veces, pero como me dijo una vez una tía, “mi soledad por mi libertad”.

Ea!

viernes, 9 de noviembre de 2012

(22) Plasencia, Cadalso y norte de Extremadura

 














Descendiendo lentamente el puerto de Tornavacas, llego al pueblo homónimo con la necesidad imperiosa de hacerme con un buen chusco de pan. Me agencio uno casi tan grande como mi brazo por setenta céntimos, un auténtico regalo, y de paso recojo también un pote de mermelada de zarzamoras del valle de Jerte. Me cuesta casi cuatro euros, un lujo para mis arcas modestas, pero al menos así ya dispongo de merienda para un par de semanas...
Relleno el depósito de limpias gracias a una fuente cercana y continúo bajando hasta la planicie en la que está asentada Plasencia. No sé si llamarlo pueblo grande o pequeña ciudad, porque creo que es ambas cosas, y que mantiene las virtudes de las dos. Me ha gustado: su parque-zoo con animales exóticos sueltos, casi a tu lado, la Catedral Vieja-Nueva (que, por 1,5 euros, puedes disfrutar con toda tranquilidad), las distintas y majas iglesias, las murallas...

Paso un buen rato también en la biblioteca, donde hojeo el periódico (hoy hay liquidado a Bin Laden, según he leído; mejor muerto y silenciado que contando hechos comprometedores en un tribunal... ¿no?) y admiro el buen surtido de bibliografía filosófica de que disponen. Después me pierdo (literalmente) para localizar el camino de regreso al caracol, pero no me importa; también me interesan, a veces más que nada, las callejuelas y las partes menos conocidas de una urbe...

La única dificultad en Plasencia ha sido hallar un lugar donde estacionar y pernoctar. Como, probablemente por mero desconocimiento, no he logrado encontrar ninguno bueno (me había detenido al lado de Carrefour, donde había comido) he decidido marcharme y avanzar algo de recorrido.

Salgo de allí y, por la gran circunvalación, sigo por la autovía a Coria (que, a tenor por el tráfico que había hoy, un miércoles por la tarde, es completamente inútil e innecesaria, pues en media hora creo haber contado cinco o seis coches...). Molesto por esa superflua construcción, me desvío y cojo una carretera secundaria, junto a un canal. De repente aparece Montehermoso, que hace honor a su nombre. Quería quedarme allí, pero algo me impulsa a no detenerme aún, de modo que mantengo el pie en el acelerador hasta Cadalso, arrinconado bajo la montaña-sierra de Gata, al que llego casi de noche.

Sin tiempo ni luz para buscar lugar ninguno de pernocta, me detengo junto a la carretera, pues hay un hueco de tierra junto a una especie de parque. Los coches transitan por mi lado a demasiada velocidad, y más de uno me despierta una vez ceno y me acuesto. Tienen prisa; yo ninguna. Quizá eso les moleste...















Tras la noche, algo cálida, la mañana entusiasma por el ambiente despejado y el azul intenso del firmamento. Me pateo Cadalso de arriba abajo, sonriendo por su singular iglesia: bordeada por un jardincito acogedor y precioso, su fachada principal está recubierta de rosas, como si algún enamorado de las flores la hubiese decorado a su gusto...

Pregunto para ir al castillo, que se ve arriba del todo, en la cima de la sierra. Me recuerda mucho al de Cocentaina... Lo dejo para mañana, pues me quedaré hasta entonces, después de comer. Sin embargo, no puedo dejar de caminar, de modo que enfilo el río Alagón y lo sigo unos tres kilómetros, saliendo del pueblo y adentrándome en la espesura. Al volver, decido no hacer la vuelta completa, sino atravesar, pies desnudos mediante, el río. Me descalzo y piso las rocas, pero estaban resbaladizas y la corriente era intensa, de modo que por unos minutos me quedo allí, en medio del agua, con las piernas espatarradas y sin saber muy bien qué hacer... Espero que no me viese nadie...
  














Vuelvo atrás, espero a se sequen los pies, me calzo de nuevo y regreso al caracol por el sendero ordinario.
Como, ronco casi una hora y después me acerco a la biblioteca, administrada por una chica joven y simpática, pero muy fumadora. Consulto algunas páginas en Internet, veo mapas de lugares futuros adonde podría largarme, me despido de la sonriente bibliotecaria (ay...) y vuelvo a casa (¿casa?, sí, sí, casa...). Afronto unas páginas de Metafísica y otras de Filosofía Política, me empacho de ellas, y para despejar la cabeza escucho música un par de horas música, antes de cenar, leer un poquillo, dar una última vuelta nocturna por Cadalso y saltar, por fin, a la capuchina para un buen letargo en tierras extremeñas.

Hoy es el día 33 de viaje. ¿Se termina? No, no, en absoluto.

Aún quedan mil días más que narrar...

(21) El valle de Jerte y Tornavacas


No hay demasiada distancia entre Hoyos del Espino y Tornavacas, lo que me hizo arribar allí bien temprano. Pero decidí no quedarme en el pueblo, sino antes, en el puerto homónimo, donde han construido un fabuloso mirador que abarca el magnífico valle del Jerte, digno de admiración por su belleza y espectacularidad.

Estacioné justo al lado del mirador, comiendo mis energizantes alubias del Barco de Ávila para coger todas las fuerzas posibles, porque pensaba subir a algunos de los picos cercanos. Pero (no sabría decir si por torpeza o mala señalización) no hallé el modo de enfilar el sendero adecuado, y que quedé con las ganas de vislumbrar el panorama desde las alturas. Así que, como no podía subir, decidí bajar hasta el pueblo, siguiendo la señal del sendero GR-10, de modo que enfilé el sendero, bien desbrozado pero bastante desdibujado, y hacia las tres de la tarde llegué a Tornavacas.

Lo primero que observé, incluso antes de llegar, fueron las numerosas humaredas que salían de las calles. Ignorante, en un primer y absurdo momento creí que los habitantes de Tornavacas mantenían encendidas las chimeneas, pese a encontrarnos en pleno mayo. Después comprobé, sin embargo, que ellos no son tan frioleros como suponía: las columnas de humo procedían de hogueras, sí, pero no se hallaban dentro de las casas... sino fuera. Intrigado, pregunté a un par de lugareños el motivo de aquella “cremà” a la extremeña. Como amablemente me indicaron, se trataba de una muy antigua tradición, en la que los mozos descargaban los leños viejos en medio de la calle, les prendían fuego y, con ellos, metafóricamente, ardía también el pasado. Un fuego purificador, vamos, renovador, muy en la línea de la primavera que dota de vida nueva al mundo, justo como la que estábamos viviendo aquellos días.






















Recorro un poco más las calles, pregunto si había alguna tienda abierta (no, dado que era fiesta...), y trato de regresar al caracol... Pero había un problema: una de las sandalias se me había roto por un lateral, de modo que no podía comprar otras (todo cerrado), y tampoco podía volver por donde había venido, dado el suelo pedregoso, suelto y lleno de matorrales aplastados del sendero. Así que, sin otra alternativa, tuve que enfilar el ascenso hacia lo alto del puerto a través de la carretera... o sea, seis kilómetros de subida constante, unas doscientas setenta mil curvas (más o menos...), dolor infernal en el pie mal anclado a la sandalia... y 1.000 metros de desnivel. Ésos, sumados a los otros 1.000 en bajada, hacían 2.000. ¡2.000 metros de desnivel! Llegué, sin agua, agonizante, con el pie derecho destrozado, y renqueante, hasta mi posada. Al tocar sus paredes exteriores, di gracias al divino: había llegado sano y salvo.
Me preparé una buena ducha, luego un baño para los maltrechos pies, y al atardecer la radio me relató el partido de fútbol de Champions entre el Barcelona y el Madrid, vuelta de semifinales (1-1, y el Barça a la final...). Tras ello, y una generosa cena, salí a contemplar la noche en Tornavacas.

Supongo que atraído por los olores (me había cocinado y zampado una rodaja de emperador...), me visitó un simpático perrazo, famélico y casi desmayado por el hambre, al que acaricié y con el que jugué un rato, ambos solos allá arriba, a oscuras en el mirador. Le ofrecí unas galletas y un poco de agua, que se tragó ávido, el pobre (me hubiera gustado darle un buen pedazo de carne... pero es lo malo de ser vegetariano, en estos casos). Decidí que si volvía al día siguiente le daría una lata de bonito, pues era lo único que supuse “comestible” para él. Mas no regresó por la mañana, algo que lamenté...

Quizá sea un poco duro, pero creo que sólo un desalmado puede desprenderse de un perro así, ya tan crecido, un animal noble e inteligente. Estuve a punto de llevármelo al caracol y darle el papel de guardián... Y estoy seguro que lo hubiese cumplido a la perfección.

Estés donde estés, buena suerte, mi Amigo...

domingo, 1 de abril de 2012

(20) Sierra de Gredos y Hoyos del Espino



Lo lamenté mucho, pero finalmente decidí abandonar el paraíso de Avellaneda y volver un poco a la "civilización". El tiempo fue diametralmente opuesto al del día anterior: frío, humedad, muchas nubes y algunas gotas. Pero no importó, pues era primavera y había que esperar cualquier cosa.

Puse rumbo hacia El Barco de Ávila, pues me quería aprovisionar de las proverbiales y gustosas alubias de la tierra, y también de pan (aunque, todo hay que decirlo, a años luz del que hallé en Horcajo Medianero). Pregunté a la señora de la tienda si la carretera de acceso a la Plataforma de Gredos era buena, y me aseguró que sí. Le di las gracias no muy confiado, pero no me engañó en absoluto: relativamente amplia y bien asfaltada, se asciende con mucha comodidad.

Una vez en la Plataforma de Gredos, a la que llegué hacia el mediodía, inspeccioné el lugar, y me situé tras un caracol francés en uno de los reservados pintados para los autobuses. No me gustaba nada hacer aquello, de modo que tras comer cambié de sitio y aparqué en los lugares habilitados para coches, con algo de pendiente pero, al menos, legalmente estacionado.

Tras un descanso y la consabida friega de platos, me preparé y salí de 'casa' para iniciar el ascenso (hacia quién sabía dónde...) por una senda que partía desde allí. Justo al mismo tiempo, y pese al desagradable ambiente, una impresionante caterva de familias, grupitos y parejas con perritos iniciaron el ascenso conmigo. Las rocas de la senda, resbaladizas por la lluvia ligera, nos hacían caer de culo cada dos por tres, pero la gente se lo pasó bien...



Bueno... se lo pasó bien hasta que cayó el diluvio, claro. Supongo que no dedicaron mucha atención al cielo, porque de haberlo hecho seguramente no hubiesen salido de casa, o al menos se habrían abrigado y protegido algo mejor bajo un paraguas o un grueso chubasquero (el cielo estaba negro, amenazante y parecía tener muchas ganas de traicionar nuestra confianza...). El hecho fue que, en cuestión de un par de minutos, descargó con una fuerza tremenda, agua fría y acerada, que pronto se convirtió en pequeño granizo...

Así que, ¡ala! todo el mundo corriendo senda abajo tapándose con las manos la cabeza (las suyas o las de sus pequeños...), maldiciendo y acordándose de los muertos y tal... Fue una escena divertida, yendo todos hacia la Plataforma como posesos, resbalando sin cesar y chillando por los chuscos que les caían encima... Yo, que tuve más suerte al no olvidar mi maltrecho paraguas, no permití que aquello me aguara la fiesta; no había hecho aquel trayecto para que una vulgar granizada de primavera me impidiera llegar hasta el corazón de la Sierra de Gredos (aunque, es justo reconocerlo, a la vuelta estaba completamente empapado por el molesto viento que convirtió mi paraguas protector en un trasto inútil y molesto).



El ascenso me dejó paisajes de gran belleza: bloques de granito repletos de musgos, laderas con nieve residual que dificultaban la marcha (pero era un gusto pisar nieve en pleno mayo...), pequeños lagos fruto del deshielo, que combinados con un cielo negro conferían al ambiente un extraño efecto surrealista (las fotos están tomados en el trayecto de regreso, cuando el temporal cesó de repente, así que no se aprecia en toda su dimensión...).

Llegué al mirador de Gredos y, aunque tenía previsto bajar hasta la Laguna Grande, tuve bastante con quedarme casi una hora allí, con la espectacular visión del circo glacial en toda su enormidad y preciosidad... El pico Almanzor debía estar allá arriba, en algún lugar, pero las nubes ocultaban las cimas del circo. En cualquier caso, recuperé las fuerzas, atravesé parajes llenos de nieve, aguanté como pude el paraguas bajo el vendaval, y disfruté como un niño, casi solo en aquellas tierras altas y espléndidas dada la espantada de turistas y domingueros...

Quería pernoctar en Hoyos del Espino, en un párking que hay justo al inicio de la carretera que llevaba a la Plataforma (en ésta sólo pueden, las autocaravanas, estacionar hasta las 22 horas, si mal no recuerdo), ya que vi a un par de caracoles allí mismo y siempre es bueno pasar la noche al lado de hermanos de viaje, pero cuando llegué y les pregunté si había algún problema, me dijeron que ellos habían pedido permiso para hacerlo, pues se requería. Lo extraño, y absurdo, es que fuera del párking (que era libre y gratuito, por supuesto) podías pernoctar sin problemas... Irritado y molesto, salí del párking, y sin gana ninguna de buscar un sitio adecuado, aparqué en un lugar cualquiera, cené pronto y me dediqué a contemplar el ocaso y a rumiar por qué, cuando se hacen ciertas cosas, se hacen tan mal...

Eso sí, pese al enfado, sonreí al recodar a Gredos, a sus maravillas, y a todos aquellos que, al mínimo contratiempo, decidieron abandonar la ruta y volver al cómodo abrigo de sus refugios.

Así no se consigue nada, ¿verdad?

domingo, 5 de febrero de 2012

(19) Avellaneda y alrededores, un dulce de Ávila



Abandoné la ermita de la Vega dispuesto a enfilar el puerto de la Peña Negra, cuyo asfalto debía llevarme hasta casi el corazón de la flamante Sierra de Gredos. Sin embargo, sentí cierto temor viendo el mapa... pues los 1920 metros de altura que alcanza me hizo dudar de mis posibilidades de coronarlo con éxito. Para cerciorarme de que podía afrontar la subida del puerto sin temor me acerqué a Piedrahíta y pregunté en la caseta de información; la amable muchacha me aseguró que la carretera era buena... empinada, pero buena, ya que "hasta los autobuses grandes circulaban por ella". Quedé contento, pues, y decidí recorrer durante un par de horas el pueblo. Me compré el periódico (llevaba demasiados días sin saber nada del mundo exterior), llené un par de garrafas de agua en una fuente próxima y volví al caracol.

Pero, por alguna razón (quiza ver esa mole altanera e inmensa de la Sierra de Piedrahíta), desistí de subir puerto ninguno y, en cambio, reorienté mis pasos hacia El Barco de Ávila. Mas no llegué allí. Unos pocos kilómetros antes vi un desvío a la izquierda, y como mi ropa interior necesitaba ser enjabonada urgentemente, busqué un rinconcito apartado. Lo que hallé no está muy lejos, a mi entender, de un paraíso.

Un poco más adelante por la estrechísima carretera, tan estrecha que, de hecho, apenas podía pasar yo mismo por ella...



Un poco más adelante, decía, apareció enmedio de las colinas la preciosa población de Avellaneda, distribuida y alargada en varios barrios. Anduve con cuidado y no me metí con el caracol dentro del poblado, pues ya suponía que tendría problemas para dar la vuelta... En lugar de eso, volví unos metros atrás y aparqué en un pequeño descampado. Por suerte, los barrotes de un vertedero clausurado me sirvieron de "estructura-tendedero", por lo que pude poner la ropa a secar una vez bien lavada (no se aprecia en la imagen porque, claro, prefiero ocultar mis gayumbos a la concurrencia...).



La loma, conocida como Fuentes Secas si no equivoco, es a finales de abril, cuando la visité, poco menos que un vergel de tapices verdes de todas las tonalidades. Animales los había por todos lados: justo al lado de donde me encontraba había una gran cerca con multitud de vacas y borregos, divisé igualmente un par de zorras, algunos alacranes de considerable tamaño e incluso un caballo perdido entre la maleza (vinieron unos hombres a por él a media tarde, y trataron de llevárselo, pero resistió y agotó a sus perseguidores de tanto ir y venir arriba y abajo sin que pudieran capturarlo. Después descansó hasta bien entrada la noche en la garganta de La Avellaneda, y luego ya no volví a saber de él..).



Presencia humana sólo vi algunos vehículos a motor por la carreterita, que a mi juicio se desplazaban a demasiada velocidad, y un par de viejecitas que paseaban en la agradable tarde de primavera. Tras la comilona al mediodía, me subí a un pequeño promontorio, desde donde divisaba la maravilla que me rodeaba. Eran bien visibles los pueblos próximos (Aldeanueva de Santa Cruz aparece en las dos siguientes fotografías), con la sierra de Béjar al fondo. Como ya me había sucedido en otros lugares del viaje, me hubiese quedado allí para siempre: disfrutar de su verano, admirar la llegada del pardo otoño y la irrupción final del frío y la nieve al calor de las chimeneas... para esperar el brote vital siguiente, en el próximo equinoccio.





Recostado sobre una roca en forma de losa, apta para descansa el cuerpo, estuve en el promontorio un par de horas largas, perdiendo la noción temporal por completo, tan sólo agradeciendo, venerando y loando a dioses y hombres porque, de nuevo, me permitían ese espectáculo, esa contemplación, a cambio de nada. Poco a poco el amigo Ra quiso marcharse a dormir, tras iluminar de felicidad el campo abierto, y entonces se nos hizo otro regalo, un obsequio final para que ya no cupiera más dicha y, en caso de morir, fuera de bienestar. Apareció, en toda su rutilante belleza, uno de esos momentos que sobrecogen para siempre. No se pueden describir, sólo vivir. Ni las imágenes pueden conservar su magia.





Me marché temprano al catre. Todavía molestó algún coche, pero poco después sólo hubo, claro, silencio, oscuridad y soledad. Tres patrones sempiternos en estos viajes.

Avellenada es un dulce abulense, un rico postre que no sólo nutre el cuerpo de visiones fabulosas, sino que también enriquece el espíritu con la paz, la belleza y la serenidad de un enclave que ofrece todo lo que el viajero puede pedir. Debería volver, también aquí. Aquí aprendí, me hice mayor, por así decirlo.

¿Cómo no regresar, algún día, a la tierra que has amado?


lunes, 23 de enero de 2012

(18) Ermitas, panes y vacas (Valdejimena y de la Vega)



Salamanca colmó todo deseo de ver ciudades. En este viaje al menos, ya no me interesaban las demás, por lo que, a lo largo del mismo, no volví a ellas en ninguno de los cuarenta días que restaban para concluir la travesía.

Abandoné Salamanca con las aguas negras al límite. Algo había escuchado de un área de servicio para AC’s en Terradillos, pero tras muchas vueltas buscándola en realidad no se halla en dicho pueblecito, sino en El Encinar, tres kilómetros antes (si vienes de la capital). De todos modos, no pude vaciar el WC, porque el área no disponía de rejilla para tal efecto, sino sólo de una fuente y un amplio parking (que, bien mirado, ya es bastante, por otro lado...).

Avancé hasta Alba de Tormes, comprando algo de repostería de la zona y visitando el Convento-Iglesia Museo de las Carmelitas, donde se conservan restos de Santa Teresa de Jesús, y su museo anexo. También entré en otra iglesia, la de San Juan de la Cruz, la primera dedicada al gran místico. Estuve en el Ayuntamiento demandando el favor de vaciar el potti allí, en los servicios públicos (no me quedaban muchas más opciones... ), pero declinaron, como era de esperar. Después paseé por la plaza y las empinadas callejuelas y, al mediodía, proseguí por el asfalto en dirección Piedrahita. Paré un momento cuando se acercaron las tormentas, y las cortinas de agua corrían a través de los campos cerealistas a contemplar la escena (que recoge la primera foto).

La idea era continuar hasta el pueblo mencionado, pero algo antes divisé, en medio de un valle lleno de encinas, la preciosa ermita de Valdejimena, encuadrada en un paraje de sobrecogedora belleza. Por supuesto, allí me detuve, al lado mismo del muro exterior. Eché un buen vistazo a los alrededores y a la propia ermita. Había, en uno de sus muros, un cartel que anunciaba comidas por encargo. Pregunté al guardián del centro, pero sólo era servicio para grupos y, además, la traían de algún restaurante cercano (yo esperaba algo así como una “comida de ermitaño”, pero debo estar muy lejos de la modernidad...).



El entorno, ya lo he dicho, era hermoso como poco... Tierra hecha de cuarcitas y dolomías, riachuelos, pasturas, encinas de todas las alturas, la lluvia débil y el cielo oscuro, negro, amenazador pero callado, el trino de pájaros que se ocultaban en la espesura y hasta caballos retozones con ganas de afecto...





La lluvia fuerte y ruidosa, esas tormentas vespertinas que parecen tener denominación de origen castellano-leonesa, visitaron el enclave y dejaron el forraje de un verde resplandeciente y con el aroma de tierra mojada. Llené a tope el depósito de limpias gracias a una fuente cercana para tener reserva (no lo había hecho en el área), con agua fresca pero ligeramente turbia y agradecí (a ellos, quienes cuyo nombre ya no recordamos...) con una inclinación que me lo permitieran.



Por la noche, despejado el cielo de nubes y rocíos, salí a examinar el firmamento... y el corazón por poco se me detiene. No había ruido ninguno (excepto un búho, amigo de correrías nocturnas...) ni tampoco luces, si dejamos aparte el pequeño hongo de luz pastosa que surgía de la capital. Las estrellas, en cambio, brotaban a miles... literalmente. La Vía Láctea, un espinazo de nebulosas y astros sin fin. Apenas reconocí las constelaciones... había demasiadas estrellas. En un ambiente así, completamente solo (la gente encargada de la ermita se había marchado) y a oscuras, es casi imposible no dormir bien.

Desperté nuevo, y pronto puse rumbo hacia Piedrahita. Sin embargo, carecía de pan, así que me detuve en el primer pueblo que tuve a mano, Horcajo Medianero, cerca de la divisoria entre las provincias de Salamanca y Ávila, para ir a comprarlo...¡Y me dieron el mejor pan que jamás he probado! ¡Visiten Horcajo, por Dios! El pueblo, en sí mismo, no presenta grandes atractivos, pero el pan... ¡ay, el pan! ¡Aquello no es pan, es pan de oro! Nunca he vuelto a saborear nada ni remotamente parecido. Un kilo de pan auténtico, redondo, pesado (como Dios manda), bien cocido, por 1,6 euros: el mejor regalo que me hicieron jamás. Y, comieras lo que comieras, siempre se avenía bien, y enriquecía cualquier bocado. Me mudaría allí sólo por comer ése pan todos los días... Uno podría alimentarse sólo con él y sobrevivir como un rey...



Ya en Piedrahita, visité la Iglesia de Santa María la Mayor, así como el Museo de Arte Sacro, pero el pueblo no me convenció para pernoctar, así que regresé por donde había venido para quedarme en la ermita de la Vega, a unos tres kilómetros de distancia. Era sábado, y tras comer y descansar un rato salí a patearme los campos y a saludar a las vacas, vecinas mías por un día.



Al regresar contemplé cómo empezaba a arremolinarse gente, sobretodo mujeres de cierta edad, en los merenderos adosados a los muros de la ermita. Estuvieron allí (supongo que es lugar común de reunión) hasta el ocaso, hablando, discutiendo y pasándoselo bien. También había algunas familias, que jugaban a la pelota (aunque esto no me gustó demasiado, pues una ermita es lugar de cierto silencio y respeto, no para dar balonazos a diestro y siniestro...).

Una vez volví a quedar solo y se apagó la traílla no escuché nada (tampoco aquí), más allá de algunos coches con los bum-bum del sábado noche, y el mugir de alguna vaca que aún no quería acostarse.

Aquí dormité casi tan bien como el día anterior. ¿Será por las ermitas? ¿Favorecen el sueño profundo, reparador? Yo creo que sí.

Entonces no lo supe, pero para la jornada siguiente me esperaba un pequeño paraíso.

¿Cuál? Ya se sabrá, ya...


martes, 17 de enero de 2012

(17) Salamanca, o en dos palabras: la Reina



No creo que sepa cómo empezar a describir Salamanca... Bien, diré sencillamente que es un tesoro, la mayor gloria de España hecha ciudad. Nací en Gandía, en cuerpo, pero desde que conozco Salamanca, me considero salmantino, de espíritu, y de corazón. Mencionarla (o pensarla) me sube la adrenalina, me trae algunos de los mejores recuerdos de mi vida y de mí brotan anhelos irresistibles por volver. ¿Qué tiene para que así me sienta y esté en un tris de comprar un billete del primer tren que hacia allí se dirija (o de llenar el depósito del caracol)? Es fácil: lo tiene todo. Todo. Absolutamente todo. Trataré de ser breve... Aguanten, por favor.

Llegué a mi ciudad hacia el mediodía. Había oído algo sobre un pequeño aparcamiento al lado de la iglesia de la Santísima Trinidad, pero también acerca de un aumento recientemente del número de robos en dicho punto, así que me acerqué hasta un amplio parking, justo al lado de un Mercadona y un Lidl, y al lado también de una residencia para la vieja edad. Estaba al lado de una avenida con bastante tráfico, pero no excesivamente ruidosa, de modo que todas las noches que allí estuve (seis, en total) pude descansar sin problemas, junto con otros aventureros vehículos-casa similares al mío.

Salamanca posee (es mi opinión, claro) el núcleo antiguo más bello, espléndido y encantador de las ciudades españolas. Imposible edificar con mayor elegancia y contundencia sin perder expresión artística ni visión de conjunto; es como si las rocas, esos bloques sólidos de granito oscuro, tuvieran como única razón de ser servir de mampostería a catedrales, iglesias y demás edificaciones salmantinos, y nuestros antepasados hubiesen logrado la armonía perfecta entre robustez y gracia, y hubiesen decidido que Salamanca es el lugar idóneo para izar semejantes moles monumentales. Y aunque de arquitectura poco sé, la verdad, lo cierto es que no veo cómo habría podido hacerse mejor el corazón viejo de una ciudad...

Al visitar la Catedral, primero por el exterior, me hice un lío de mil demonios tratando de divisar qué parte correspondía a la Catedral Vieja, y cuál a la Nueva... Luego supe que aquélla estaba como encerrada dentro de ésta, oculta bajo los pilares de su hijastra. Hasta entonces, en el viaje, había entrado en casi todas las catedrales de las capitales (Toledo, Ávila, Zamora, etc,), y en todas había que dejar propina (lo cual, después de todo, no me pareció inadecuado), pero no así en Salamanca; allí puedes recorrer la espectacular planta de la suya, visitar las capillas, extasiarte ante la magnificencia artísticas (y el derroche, por qué no decirlo...) y sentir elevarse tu espíritu hacia lo alto de las inmensas columnas, sin abonar un céntimo. Otra benevolencia salmantina más (para entrar a la Catedral Vieja, eso sí, hay que dejar unas monedas...).



No podría nombrar todos los enclaves singulares que presenta esta maravillosa ciudad. No podría, ni querría, porque no serviría de nada; las palabras jamás le harán justicia, por ajustadas y evocadoras que sean... Mencionaré, pues, sólo algunos rincones que me fueron de especial relevancia, y cuyo recuerdo, casi un año después, es más intenso y vivo que nunca.

Primero, hablaré de las librerías. Las hay a patadas, desde luego, pero me pasé algunas horas, totalmente borracho por el olor a papiro, en dos muy singulares. La Librería Plaza Universitaria, en la Plaza de Anaya, a la sombra de la silueta catedralicia, contenía, entre muchos otros tesoros para estudiosos y eruditos, una de las colecciones que sueño (es de suponer algún día muy lejano...), poder tener en mi biblioteca: la selección de obras clásicas editadas por Gredos, encuadernados en tapa dura y cuyos precios astronómicos (para mi bolsillo) siempre han impedido que acceda a ellos. Creo que la dependienta me miró de reojo en más de una ocasión, ya que no paraba yo de manosearlos todos: el platónico Timeo, la Metafísica aristotélica, la Vida de Filósofos ilustres, de Diógenes Laercio, etc... De la segunda librería olvidé su nombre, pero recuerdo que estaba situada en la Calle de la Compañía, si no me falla la memoria, no lejos de la Casa de las Conchas; allí hice acopio de material vario (sobre mística, filosofía de la biología, cosmología y otras excentricidades...), gracias a unos precios muy asequibles, aunque a veces a causa de ejemplares que eran de mero expurgo bibliotecario... Había un verdadero caudal de rarezas, libros de los que nunca has oído hablar pero singulares y atractivos; me gasté un billete de los grandes, allí, y de tener más fondos hubiese llenado el caracol con montones de viejas obras que olían a papel antiguo y que, estoy seguro, ya habían iluminado y cautivado a más de uno...

En la Casa de las Conchas (en su interior, biblioteca pública) pateé sin parar sus crujientes tablas de madera ojeando el delicioso contenido de las estanterías y leí algo ávido la prensa (hacía bastantes días que me encontraba algo al margen del mundo...), temiendo encontrar un desastre o calamidad mundial. Lo que hojeé me dejó, como casi siempre, disgustado, confundido y sin ganas de volver a abrir un periódico... (la causa de ello me la guardo... no viene al caso). Después, cosa rarísima, me di un buen atracón de comida (potaje, albóndigas y postre casero... empezaba a estar harto de los macarrones, el arroz, y las lentejas) por doce miserables monedas, y luego me marché a visitar la magnífica Iglesia de San Esteban.

Al llegar la tarde (“varias de ellas”, de hecho, pues ciertas cosas que comento como si fuese una sola jornada las repetí otros días de estancia en la ciudad), quise hacer un alto en el Huerto de Calixto y Melibea. Lo curioso es que hallé a una Melibea, ataviada con una camiseta de John Lennon y sentada en uno de los bancos escribiendo lo que parecían postales... Nos miramos un par de veces persistentemente, pero yo no tenía a ninguna celestina cerca que arreglara el encuentro; así que, sin alcahueta, no había cita. Y no la hubo.



Ya por la noche, cuando regresé al caracol, encontré que muchos otros se habían acercado hasta él para acompañarlo; parecía una de esas congregaciones autocaravaneras que agrupan a algunas decenas de camaradas ruteros... Enseguida reconocí a uno de ellos, que en el foro de Acpasión se hace llamar “willibetis”, y fui a saludarle para conocerle... Y, enseguida, nos hicimos amigos. Un tipo amable, grande (en varios sentidos...) y entrañable... Conocí también a sus dos adorables mujeres (Carmen y Luna, ésta última de especie canina), y noté cierto cosquilleo de pérdida cuando dejó el parking y se marchó. Eso se llama amistad; cómo puede haber surgido tan rápido y tan intensamente, es algo que desconozco, pero así es... (¡Willi, Amigo, un abrazo muy fuerte desde aquí...!).

Hay cierta pintada, en uno de los murales del casco viejo, que reza algo así como: “En primavera, siempre volveremos a Salamanca”. Estoy a 620 kilómetros de distancia, apenas sin un céntimo (como quien dice...) pero esa frase resuena una y otra vez en mi interior. Siento que me llama; es lo de siempre. Hay algo tan mágico allí, se percibe el encanto de los siglos y de las aventuras que sus claustros y calles vivieron, que me resulta harto difícil no liar el petate, pedir prestada una limosna, e ir hacia ella con el ánimo encendido, rubor en las mejillas y fulgor en los ojos. Palabras puede que algo pedantes, pero completamente sinceras...

Podría seguir contando más circunstancias, encuentros, sensaciones y vivencias en y desde Salamanca, pero es innecesario. Un cuaderno de viajes como éste resulta baldío si no impulsa a quien lo lee a, de algún modo, ansiar ir hasta el lugar de que se habla. Y, si eso no se ha logrado ya aquí (y, de paso, he de decir que dudo que pueda lograrlo...), añadir palabras y más palabras de poco serviría: soy incapaz de honrar con palabras la memoria del tiempo que pasé, jubiloso y enamorado, en este pequeño edén de granito en el corazón del campo charro...

Ché, no sé cómo terminar esto, de verdad... Desconozco por qué, pero Salamanca es inigualable. Váyanse adónde quieran, visiten cualquier otra ciudad, paseen por la urbe más lejana y exótica que deseen y, sin embargo, Salamanca permanecerá como algo inconfundible y único, puro oro urbano.

“En primavera siempre volveremos a Salamanca”.

Que así sea...

lunes, 9 de enero de 2012

(16) Ciudad Rodrigo, ciudadela encantada



Hay enclaves mágicos, casi divinos, que enorgullecen con razón a quienes allí viven, poblaciones o tierras inconfundibles, únicas, y que como ciertos óleos u obras literarias muy particulares, no pueden ser copiadas sin caer en la ridiculez o en la estulticia: sólo existen en su específico espacio-tiempo, son inimitables. Ciudad Rodrigo es una de ellas.

Breve ciudad o crecido pueblo, dígase como se quiera, es una especie de fusión, a menor escala, entre las magnas Ávila y Salamanca: de la primera toma su muralla insigne, y de la segunda ese corazón clásico y encantador, hollado por monumentales presencias y aires casi medievales. Desconocía Ciudad Rodrigo, y al verla quedé prendado. Al instante. Sin más. Entra por los ojos y se lanza directa al corazón. Es imposible no admirarla; y cuando la dejas atrás, se exhala enseguida de tu interior una sentida añoranza. Puede sonar pedante, pero es lo que sentí...

Bien. Llegué allí (estuve dos días no consecutivos, un 24 de abril y un 5 de mayo, aunque aquí sí lo serán...) un domingo por la mañana (Domingo de Pascua, nada menos...) con tiempo nublado, y me vi obligado a meter la pata. Bullía la gente por doquier y los coches llenaban todos los rincones (hasta dañaban el césped anejo al recinto amurallado). No divisé lugar ninguno donde estacionar, por tanto, pero advertí, sin embargo, un par de hermanas autocaravaneras, dejadas de cualquier modo en una calle adosada a la muralla, ocupando varios espacios para aparcar en batería, pues estaban cruzadas a la larga sobre ellos... No me gustó nada la idea, pero no tenía alternativa, así que imité su mal ejemplo.

Tras comer un platazo de lentejas (buenas amigas para los viajeros: económicas, sabrosas y proteínicas ...), y sin sacudirme la sensación de estar cometiendo una falta grave al estacionar de forma tan ingrata, eché a andar por los alrededores del núcleo antiguo, y por suerte no tardé en divisar el parking de un supermercado (donde al día siguiente haría acopio de víveres... poco después de que los repartidores, con sus carretillas y paquetes de alimentos, fueran arriba y abajo sin parar a las siete de la mañana). Complacido, volví y arranqué, dejando reposar allí al caracol, donde estaría un par de largos días (la fotografía, aunque es mala y desde luego no representa nada de la bella ciudad, al menos da una idea de cómo estaba el parking aquella noche...). Más relajado, recojo mis avellanas y me largo a patearme todo el corazón clásico de Ciudad Rodrigo. Cualquier página web enlistará las gracias y las maravillas que contiene ésta, así que me limitaré a reproducir aquí, aunque detesto citarme, lo que anoté en mi diario:

“A las 5 comienzo a visitar la ‘ciudad’ amurallada. Pero la Catedral, al cerrar sus puertas una hora después, deberá quedar para mañana. Me adentro en un par de las muchas iglesias del recinto antiguo, y me encuentro, en una cuyo nombre olvidé, con una generosa y amable señora (también mencionaré, para que su descripción sea completa, que su aspecto recordaba al de una hechicera...), que me recita mecánicamente la larga historia de la capilla y los detalles de su orientación artística. Agradecido, introduzco un par de monedas en el viejo cofre adosado al pilar principal, y regreso a casa para, al día siguiente, proseguir el recorrido.

«Me despierto bastante temprano (antes de las ocho), y compruebo que el butano se ha consumido por completo (me avisa el chivato de la nevera, que destella como diciéndome: “¡Eh, tú! Que aquí no llega el puñetero gas, chaval!”). Toco los alimentos de su interior; aún conservan algo de frescura, menos mal... Por suerte, justo al lado, en la estación de autobuses, hay una tienda de Repsol, por lo que arranco y acerco la casita hasta allí para recoger una nueva bombona.

«Vuelvo al parking. Almuerzo, me tomo una ducha (Dios... ¡qué bien sientan!), y hacia las diez inicio la segunda visita al recinto antiguo. La Catedral es la primera parada, coqueta y preciosa, como toda Ciudad Rodrigo, pequeña pero muy agradable de visitar. A la entrada del casco amurallado se halla el punto de información. Le pido a la chica del establecimiento saber dónde se encuentran la biblioteca, la UNED y Correos. En la primera tardan algo en abrir, y mientras espero se me acerca una mujer joven y bonita, de unos treinta años, y con acento portugués me pregunta qué significaba una pegatina colocada en una señal de prohibido aparcar. Yo la miro (a la pegatina), y le explico que, por lo que poco que sé, se trata de una pugna entre dos facciones de extrema derecha (neo-nazis, vaya...), una de las cuales ha colgado esa pegatina para reivindicar que ella es la auténtica, la que sirve a los “valores” de esa ideología... Una vez le queda claro me pregunta por las corridas de toros, ya que en la biblioteca había una exposición al respecto, con fotografías sobre el tema (yo no tenía ni idea...), y tal... Una vez abren la biblioteca aprovecho para echar un vistazo a la exposición, de imágenes sencillas, y me sigue comentando, ella, la chica portuguesa, algunas cosas más.. Al final ya no sabía yo si le interesaba en verdad todo el tinglado de los astados o me estaba tirando los tejos...

«Después de la comida y la conveniente siesta, salgo nuevamente. Ya fuera del centro antiguo, en la UNED soy yo quien pregunto por la posibilidad de hacer los exámenes en otro centro del que estás matriculado... una mujer joven (otra...) afirma que no hay problema ninguno. Bien. Como mis ensaladas últimamente eran un poco sosas (hacía una semana que estaba sin sal...), me acerco a una tienda de dietética, donde una chica muy guapa (seguimos... se ve que Ciudad Rodrigo atrae a la hermosura femenina...) me enseña distintos botes de cloruro sódico convenientemente ecológico... pero los cinco euros que cuestan me echan para atrás, aunque le prometo a la chica que volveré (puede que lo haga, en un futuro muy muy lejano..., si bien no por la sal ecológica, eso seguro).

«Casi a las ocho entro en casa, a tiempo para escuchar algo de música mientras el sol se oculta tras las murallas de esta bella ciudadela. Tres chiquillas, de unos quince años, se quedan mirando el caracol y el tipo larguirucho que había dentro... Yo las saludo, y les hago un gesto con la mano para que se acerquen, en tono de guasa... Ellas ríen y se marchan corriendo...

«Eso es. Belleza en todas partes. En el cielo, que hoy es azul purísimo; en las calles, plazuelas y muros de roca, que atesoran siglos de historia; y en las gentes de aquí, que parecen haber sido embellecidas por la tierra y su entorno, como si hubieran absorbido esa esencia preciosa y la hubiesen incorporado a su ser.

¿Puede un lugar bello embellecer a sus habitantes? Yo no tengo ya dudas. Ninguna en absoluto. Y, para quienes aún no se lo crean, que vayan, que vayan a Ciudad Rodrigo, y lo comprobarán...

lunes, 2 de enero de 2012

(15) Trabanca y alrededores, tormenta de luz y color



Abandono Fermoselle temprano, aún bajo la égida maldita de las lluvias, y adquiero mi insoslayable hogaza de pan, ese pan fabuloso y digno de conservarlo en una vitrina para el resto de los días, en un pequeño horno al lado de la carretera principal, atendido por Alicia, una muchacha de (supongo yo) quince o dieciséis años que, si quiere, me temo que tendrá a todos los mozalbetes del pueblo en su mano cuando le dé la gana...

Atravieso el embalse de La Almendra, donde me propongo regresar con más tiempo algún día (lo hice, ya lo contaré...), pero aún así me detengo un rato para admirar sus espectaculares paredes verticales de hormigón, el depósito gigantesco de agua bajo mis pies, y los serenos pececitos que medran en ella sin desconfiar de cañas o sedales cayendo de los cielos...

Llego a Trabanca, a mi juicio cima de la tierra salmantina profunda, lugar en donde estuve casi una década atrás, junto con un grupo de jovenzuelos de distintos países haciendo un Campo de Trabajo, que consistía en edificar un pequeño margen de roca anexo al campo de fútbol (margen que puede verse en la primera foto, pues está hecha justo entonces). Guardo muy buenos recuerdos de aquellos quince días: el sudor por las mañanas acarreando rocas y apilándolas; la tarde en común haciendo actividades manuales diversas, y las noches libres paseando por los alrededores y contándonos tonterías bajo esa luz increíble de las estrellas charras, sin contaminar por urbes ni farolas estúpidas.

No obstante, ese paraíso de silencio, calma y sensación de vivir tiempos de antaño ha cambiado. Porque llego en plena Semana Santa, y es imposible hallar un hueco libre en el pueblo: centenares de coches aparcados de cualquier manera, todo una muchedumbre arriba y abajo, algarabía sin cesar y algún que otro “bum-bum” odioso transfiguran mi recuerdo de Trabanca. Además, han organizado una Feria de la Artesanía, a la que acudo y entro por curiosidad, pero que no me transmite nada: yo quiero “la otra” Trabanca, la de las calles solemnes, los carros en las puertas de las casas, aquella en que veías un coche cada hora, y a los lugareños saludándote al pasar, o aquel poeta del pueblo (ya no recuerdo su nombre...), que nos recitaba de memoria sus poemas, a los 94 años de edad... Con todo, decido explorarla, por supuesto. No es fácil, sin embargo: hallo, tan sólo, un punto libre, al lado de la Iglesia, donde aparco la caracola, pero enseguida una señora aparece en el marco de su puerta a recriminármelo porque, dice, “le estoy tapando la vista de la gente en la calle” (sic)... Me disculpo y arranco de nuevo, dando un par de vueltas antes de detenerme, finalmente, al lado mismo de la carretera.

Espero el fin de la lluvia y a que los turistas hagan un poco de vacío, y comienzo la caminata por sus calles. Entro en una antigua fraga, en donde un par de mozos daban forma, con brío, al caliente hierro; paso al lado de la Casa Rural La Solana de Arribes, donde estuve alojado en el Campo de Trabajo (y donde comimos, yo y todos, fabulosamente, gracias a las generosas y ricas raciones proporcionadas...); me acerco al frontón, donde jugué algunas partidas con compañeros del Campo; también echo un vistazo al lugar de “trabajo”, y, por una extraña coincidencia (o no...) me topo con Jose, el capataz del Campo, quien siempre nos azuzaba a que moviéramos más el culo, tras la resaca de la noche anterior, y que en cuanto veía a algún miembro del grupo escurrir el bulto y salirse del área de faena le soltaba un sonoro “peeeero ¿adóoonde vaaaaas?” y le cogía del brazo trayéndolo de vuelta junto a la pila de rocas. Él no me reconoció, pero yo sí: le llamábamos “Zinedine”, por su similitud física con el jugador de fútbol francés... Me alegró mucho volver a charlar con él, y coincidimos en que, aunque buena para el pueblo, ni a él ni a mí nos agradaba la masificación sufrida por esa villa fascinante.



Me despido de Jose, acabo mi excursión por las calles y, sin desear para nada pasar allí la noche, dado el tumulto, me dirijo hacia los alrededores, acercándome a los campos vallados que delimitan las dehesas. Veo una entrada cualquiera, un camino de tierra y, me digo, “por ahí”. Y, en cuanto hallo el más nimio espacio, una encrucijada de caminos, allí me detengo. Algo inclinado, por una ligera pendiente, pero muy a gusto. Allí siento que estoy en Trabanca, otra vez. Allí, sí.



El cielo no estaba para bromas, y aunque al mediodía descargó un buen chaparrón, al poco las nubes empezaron a desgajarse, tras las cuales se adivinaba un azul profundo y nítido, seña de identidad castellano-leonesa.



Marcho, tras comer, por esos senderos, acercándome a las amistosas vacas, que me miran entre desconfiadas y juguetonas, mientras de reojo yo no dejaba de controlar el negro firmamento, por si se le ocurría aligerar carga líquida sobre mi cabeza...



Como decía, sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos el lóbrego firmamento deja paso a la luz de la estrella y al cielo abierto; y vuelve la temperatura agradable, tanto que hago una buena colada allí mismo (no había nadie más, al parecer, hasta donde alcanzaba la vista...). Así que lavo, sacudo bien el barreño (para imitar el “efecto lavadora”...) durante diez minutos, escurro al máximo y, ayudándome de los postes de hormigón que cercan la dehesa, tiendo la ropa y espero a que Ra haga el resto.



Mientras la ropa derramaba su humedad me marcho de nuevo a hacer un paseíllo, otra vez junto a las vacas, y me meriendo el par de plátanos por esos andurriales, en un pequeño arroyo junto al que me senté, cautivado por el cielo, que parecía mudar a cada instante, configurándose de modo distinto cada vez que lo miraba.



Esto es lo que yo buscaba: este cielo eterno, infinito, abierto a toda la luz y color creado alguna vez, que parece aglutinarse aquí, en esta tierra, como en ningún otro sitio.



Regreso a casa, recojo la ropa, quito la cuerda, saco una silla y leo unas páginas mientras el sol muere poquito a poco, maravillándome por enésima vez de la imagen que ofrecía el cielo...



Refresca casi enseguida, una vez el sol desaparece, de modo que me refugio dentro del hogar, y espero a que la noche llegue. No puedo evitar, sin embargo, dar aún otro buen paseo nocturno, amenizado por búhos y ruiditos extraños (¿las vacas, animales sueltos, algún ser extraño?).

Ya acurrucado y cubierto con una suave manta, sin ánima ninguna a cuatro kilómetros a la redonda, casi perdido, me acuesto a la medianoche y duermo como un tronco. ¿Miedo, inseguridad, temor? Pues no; corroboro lo que rezaba, aunque de modo algo afectado, el epitafio de la tumba de un astrónomo aficionado: “He amado demasiado a las estrellas como para temer a la noche”.

Trabanca, esa preciosa e irrepetible tormenta de luz, color, y belleza...

Habrá que volver, ¿verdad?