viernes, 9 de noviembre de 2012

(22) Plasencia, Cadalso y norte de Extremadura

 














Descendiendo lentamente el puerto de Tornavacas, llego al pueblo homónimo con la necesidad imperiosa de hacerme con un buen chusco de pan. Me agencio uno casi tan grande como mi brazo por setenta céntimos, un auténtico regalo, y de paso recojo también un pote de mermelada de zarzamoras del valle de Jerte. Me cuesta casi cuatro euros, un lujo para mis arcas modestas, pero al menos así ya dispongo de merienda para un par de semanas...
Relleno el depósito de limpias gracias a una fuente cercana y continúo bajando hasta la planicie en la que está asentada Plasencia. No sé si llamarlo pueblo grande o pequeña ciudad, porque creo que es ambas cosas, y que mantiene las virtudes de las dos. Me ha gustado: su parque-zoo con animales exóticos sueltos, casi a tu lado, la Catedral Vieja-Nueva (que, por 1,5 euros, puedes disfrutar con toda tranquilidad), las distintas y majas iglesias, las murallas...

Paso un buen rato también en la biblioteca, donde hojeo el periódico (hoy hay liquidado a Bin Laden, según he leído; mejor muerto y silenciado que contando hechos comprometedores en un tribunal... ¿no?) y admiro el buen surtido de bibliografía filosófica de que disponen. Después me pierdo (literalmente) para localizar el camino de regreso al caracol, pero no me importa; también me interesan, a veces más que nada, las callejuelas y las partes menos conocidas de una urbe...

La única dificultad en Plasencia ha sido hallar un lugar donde estacionar y pernoctar. Como, probablemente por mero desconocimiento, no he logrado encontrar ninguno bueno (me había detenido al lado de Carrefour, donde había comido) he decidido marcharme y avanzar algo de recorrido.

Salgo de allí y, por la gran circunvalación, sigo por la autovía a Coria (que, a tenor por el tráfico que había hoy, un miércoles por la tarde, es completamente inútil e innecesaria, pues en media hora creo haber contado cinco o seis coches...). Molesto por esa superflua construcción, me desvío y cojo una carretera secundaria, junto a un canal. De repente aparece Montehermoso, que hace honor a su nombre. Quería quedarme allí, pero algo me impulsa a no detenerme aún, de modo que mantengo el pie en el acelerador hasta Cadalso, arrinconado bajo la montaña-sierra de Gata, al que llego casi de noche.

Sin tiempo ni luz para buscar lugar ninguno de pernocta, me detengo junto a la carretera, pues hay un hueco de tierra junto a una especie de parque. Los coches transitan por mi lado a demasiada velocidad, y más de uno me despierta una vez ceno y me acuesto. Tienen prisa; yo ninguna. Quizá eso les moleste...















Tras la noche, algo cálida, la mañana entusiasma por el ambiente despejado y el azul intenso del firmamento. Me pateo Cadalso de arriba abajo, sonriendo por su singular iglesia: bordeada por un jardincito acogedor y precioso, su fachada principal está recubierta de rosas, como si algún enamorado de las flores la hubiese decorado a su gusto...

Pregunto para ir al castillo, que se ve arriba del todo, en la cima de la sierra. Me recuerda mucho al de Cocentaina... Lo dejo para mañana, pues me quedaré hasta entonces, después de comer. Sin embargo, no puedo dejar de caminar, de modo que enfilo el río Alagón y lo sigo unos tres kilómetros, saliendo del pueblo y adentrándome en la espesura. Al volver, decido no hacer la vuelta completa, sino atravesar, pies desnudos mediante, el río. Me descalzo y piso las rocas, pero estaban resbaladizas y la corriente era intensa, de modo que por unos minutos me quedo allí, en medio del agua, con las piernas espatarradas y sin saber muy bien qué hacer... Espero que no me viese nadie...
  














Vuelvo atrás, espero a se sequen los pies, me calzo de nuevo y regreso al caracol por el sendero ordinario.
Como, ronco casi una hora y después me acerco a la biblioteca, administrada por una chica joven y simpática, pero muy fumadora. Consulto algunas páginas en Internet, veo mapas de lugares futuros adonde podría largarme, me despido de la sonriente bibliotecaria (ay...) y vuelvo a casa (¿casa?, sí, sí, casa...). Afronto unas páginas de Metafísica y otras de Filosofía Política, me empacho de ellas, y para despejar la cabeza escucho música un par de horas música, antes de cenar, leer un poquillo, dar una última vuelta nocturna por Cadalso y saltar, por fin, a la capuchina para un buen letargo en tierras extremeñas.

Hoy es el día 33 de viaje. ¿Se termina? No, no, en absoluto.

Aún quedan mil días más que narrar...

(21) El valle de Jerte y Tornavacas


No hay demasiada distancia entre Hoyos del Espino y Tornavacas, lo que me hizo arribar allí bien temprano. Pero decidí no quedarme en el pueblo, sino antes, en el puerto homónimo, donde han construido un fabuloso mirador que abarca el magnífico valle del Jerte, digno de admiración por su belleza y espectacularidad.

Estacioné justo al lado del mirador, comiendo mis energizantes alubias del Barco de Ávila para coger todas las fuerzas posibles, porque pensaba subir a algunos de los picos cercanos. Pero (no sabría decir si por torpeza o mala señalización) no hallé el modo de enfilar el sendero adecuado, y que quedé con las ganas de vislumbrar el panorama desde las alturas. Así que, como no podía subir, decidí bajar hasta el pueblo, siguiendo la señal del sendero GR-10, de modo que enfilé el sendero, bien desbrozado pero bastante desdibujado, y hacia las tres de la tarde llegué a Tornavacas.

Lo primero que observé, incluso antes de llegar, fueron las numerosas humaredas que salían de las calles. Ignorante, en un primer y absurdo momento creí que los habitantes de Tornavacas mantenían encendidas las chimeneas, pese a encontrarnos en pleno mayo. Después comprobé, sin embargo, que ellos no son tan frioleros como suponía: las columnas de humo procedían de hogueras, sí, pero no se hallaban dentro de las casas... sino fuera. Intrigado, pregunté a un par de lugareños el motivo de aquella “cremà” a la extremeña. Como amablemente me indicaron, se trataba de una muy antigua tradición, en la que los mozos descargaban los leños viejos en medio de la calle, les prendían fuego y, con ellos, metafóricamente, ardía también el pasado. Un fuego purificador, vamos, renovador, muy en la línea de la primavera que dota de vida nueva al mundo, justo como la que estábamos viviendo aquellos días.






















Recorro un poco más las calles, pregunto si había alguna tienda abierta (no, dado que era fiesta...), y trato de regresar al caracol... Pero había un problema: una de las sandalias se me había roto por un lateral, de modo que no podía comprar otras (todo cerrado), y tampoco podía volver por donde había venido, dado el suelo pedregoso, suelto y lleno de matorrales aplastados del sendero. Así que, sin otra alternativa, tuve que enfilar el ascenso hacia lo alto del puerto a través de la carretera... o sea, seis kilómetros de subida constante, unas doscientas setenta mil curvas (más o menos...), dolor infernal en el pie mal anclado a la sandalia... y 1.000 metros de desnivel. Ésos, sumados a los otros 1.000 en bajada, hacían 2.000. ¡2.000 metros de desnivel! Llegué, sin agua, agonizante, con el pie derecho destrozado, y renqueante, hasta mi posada. Al tocar sus paredes exteriores, di gracias al divino: había llegado sano y salvo.
Me preparé una buena ducha, luego un baño para los maltrechos pies, y al atardecer la radio me relató el partido de fútbol de Champions entre el Barcelona y el Madrid, vuelta de semifinales (1-1, y el Barça a la final...). Tras ello, y una generosa cena, salí a contemplar la noche en Tornavacas.

Supongo que atraído por los olores (me había cocinado y zampado una rodaja de emperador...), me visitó un simpático perrazo, famélico y casi desmayado por el hambre, al que acaricié y con el que jugué un rato, ambos solos allá arriba, a oscuras en el mirador. Le ofrecí unas galletas y un poco de agua, que se tragó ávido, el pobre (me hubiera gustado darle un buen pedazo de carne... pero es lo malo de ser vegetariano, en estos casos). Decidí que si volvía al día siguiente le daría una lata de bonito, pues era lo único que supuse “comestible” para él. Mas no regresó por la mañana, algo que lamenté...

Quizá sea un poco duro, pero creo que sólo un desalmado puede desprenderse de un perro así, ya tan crecido, un animal noble e inteligente. Estuve a punto de llevármelo al caracol y darle el papel de guardián... Y estoy seguro que lo hubiese cumplido a la perfección.

Estés donde estés, buena suerte, mi Amigo...