viernes, 9 de noviembre de 2012

(21) El valle de Jerte y Tornavacas


No hay demasiada distancia entre Hoyos del Espino y Tornavacas, lo que me hizo arribar allí bien temprano. Pero decidí no quedarme en el pueblo, sino antes, en el puerto homónimo, donde han construido un fabuloso mirador que abarca el magnífico valle del Jerte, digno de admiración por su belleza y espectacularidad.

Estacioné justo al lado del mirador, comiendo mis energizantes alubias del Barco de Ávila para coger todas las fuerzas posibles, porque pensaba subir a algunos de los picos cercanos. Pero (no sabría decir si por torpeza o mala señalización) no hallé el modo de enfilar el sendero adecuado, y que quedé con las ganas de vislumbrar el panorama desde las alturas. Así que, como no podía subir, decidí bajar hasta el pueblo, siguiendo la señal del sendero GR-10, de modo que enfilé el sendero, bien desbrozado pero bastante desdibujado, y hacia las tres de la tarde llegué a Tornavacas.

Lo primero que observé, incluso antes de llegar, fueron las numerosas humaredas que salían de las calles. Ignorante, en un primer y absurdo momento creí que los habitantes de Tornavacas mantenían encendidas las chimeneas, pese a encontrarnos en pleno mayo. Después comprobé, sin embargo, que ellos no son tan frioleros como suponía: las columnas de humo procedían de hogueras, sí, pero no se hallaban dentro de las casas... sino fuera. Intrigado, pregunté a un par de lugareños el motivo de aquella “cremà” a la extremeña. Como amablemente me indicaron, se trataba de una muy antigua tradición, en la que los mozos descargaban los leños viejos en medio de la calle, les prendían fuego y, con ellos, metafóricamente, ardía también el pasado. Un fuego purificador, vamos, renovador, muy en la línea de la primavera que dota de vida nueva al mundo, justo como la que estábamos viviendo aquellos días.






















Recorro un poco más las calles, pregunto si había alguna tienda abierta (no, dado que era fiesta...), y trato de regresar al caracol... Pero había un problema: una de las sandalias se me había roto por un lateral, de modo que no podía comprar otras (todo cerrado), y tampoco podía volver por donde había venido, dado el suelo pedregoso, suelto y lleno de matorrales aplastados del sendero. Así que, sin otra alternativa, tuve que enfilar el ascenso hacia lo alto del puerto a través de la carretera... o sea, seis kilómetros de subida constante, unas doscientas setenta mil curvas (más o menos...), dolor infernal en el pie mal anclado a la sandalia... y 1.000 metros de desnivel. Ésos, sumados a los otros 1.000 en bajada, hacían 2.000. ¡2.000 metros de desnivel! Llegué, sin agua, agonizante, con el pie derecho destrozado, y renqueante, hasta mi posada. Al tocar sus paredes exteriores, di gracias al divino: había llegado sano y salvo.
Me preparé una buena ducha, luego un baño para los maltrechos pies, y al atardecer la radio me relató el partido de fútbol de Champions entre el Barcelona y el Madrid, vuelta de semifinales (1-1, y el Barça a la final...). Tras ello, y una generosa cena, salí a contemplar la noche en Tornavacas.

Supongo que atraído por los olores (me había cocinado y zampado una rodaja de emperador...), me visitó un simpático perrazo, famélico y casi desmayado por el hambre, al que acaricié y con el que jugué un rato, ambos solos allá arriba, a oscuras en el mirador. Le ofrecí unas galletas y un poco de agua, que se tragó ávido, el pobre (me hubiera gustado darle un buen pedazo de carne... pero es lo malo de ser vegetariano, en estos casos). Decidí que si volvía al día siguiente le daría una lata de bonito, pues era lo único que supuse “comestible” para él. Mas no regresó por la mañana, algo que lamenté...

Quizá sea un poco duro, pero creo que sólo un desalmado puede desprenderse de un perro así, ya tan crecido, un animal noble e inteligente. Estuve a punto de llevármelo al caracol y darle el papel de guardián... Y estoy seguro que lo hubiese cumplido a la perfección.

Estés donde estés, buena suerte, mi Amigo...

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