lunes, 23 de enero de 2012

(18) Ermitas, panes y vacas (Valdejimena y de la Vega)



Salamanca colmó todo deseo de ver ciudades. En este viaje al menos, ya no me interesaban las demás, por lo que, a lo largo del mismo, no volví a ellas en ninguno de los cuarenta días que restaban para concluir la travesía.

Abandoné Salamanca con las aguas negras al límite. Algo había escuchado de un área de servicio para AC’s en Terradillos, pero tras muchas vueltas buscándola en realidad no se halla en dicho pueblecito, sino en El Encinar, tres kilómetros antes (si vienes de la capital). De todos modos, no pude vaciar el WC, porque el área no disponía de rejilla para tal efecto, sino sólo de una fuente y un amplio parking (que, bien mirado, ya es bastante, por otro lado...).

Avancé hasta Alba de Tormes, comprando algo de repostería de la zona y visitando el Convento-Iglesia Museo de las Carmelitas, donde se conservan restos de Santa Teresa de Jesús, y su museo anexo. También entré en otra iglesia, la de San Juan de la Cruz, la primera dedicada al gran místico. Estuve en el Ayuntamiento demandando el favor de vaciar el potti allí, en los servicios públicos (no me quedaban muchas más opciones... ), pero declinaron, como era de esperar. Después paseé por la plaza y las empinadas callejuelas y, al mediodía, proseguí por el asfalto en dirección Piedrahita. Paré un momento cuando se acercaron las tormentas, y las cortinas de agua corrían a través de los campos cerealistas a contemplar la escena (que recoge la primera foto).

La idea era continuar hasta el pueblo mencionado, pero algo antes divisé, en medio de un valle lleno de encinas, la preciosa ermita de Valdejimena, encuadrada en un paraje de sobrecogedora belleza. Por supuesto, allí me detuve, al lado mismo del muro exterior. Eché un buen vistazo a los alrededores y a la propia ermita. Había, en uno de sus muros, un cartel que anunciaba comidas por encargo. Pregunté al guardián del centro, pero sólo era servicio para grupos y, además, la traían de algún restaurante cercano (yo esperaba algo así como una “comida de ermitaño”, pero debo estar muy lejos de la modernidad...).



El entorno, ya lo he dicho, era hermoso como poco... Tierra hecha de cuarcitas y dolomías, riachuelos, pasturas, encinas de todas las alturas, la lluvia débil y el cielo oscuro, negro, amenazador pero callado, el trino de pájaros que se ocultaban en la espesura y hasta caballos retozones con ganas de afecto...





La lluvia fuerte y ruidosa, esas tormentas vespertinas que parecen tener denominación de origen castellano-leonesa, visitaron el enclave y dejaron el forraje de un verde resplandeciente y con el aroma de tierra mojada. Llené a tope el depósito de limpias gracias a una fuente cercana para tener reserva (no lo había hecho en el área), con agua fresca pero ligeramente turbia y agradecí (a ellos, quienes cuyo nombre ya no recordamos...) con una inclinación que me lo permitieran.



Por la noche, despejado el cielo de nubes y rocíos, salí a examinar el firmamento... y el corazón por poco se me detiene. No había ruido ninguno (excepto un búho, amigo de correrías nocturnas...) ni tampoco luces, si dejamos aparte el pequeño hongo de luz pastosa que surgía de la capital. Las estrellas, en cambio, brotaban a miles... literalmente. La Vía Láctea, un espinazo de nebulosas y astros sin fin. Apenas reconocí las constelaciones... había demasiadas estrellas. En un ambiente así, completamente solo (la gente encargada de la ermita se había marchado) y a oscuras, es casi imposible no dormir bien.

Desperté nuevo, y pronto puse rumbo hacia Piedrahita. Sin embargo, carecía de pan, así que me detuve en el primer pueblo que tuve a mano, Horcajo Medianero, cerca de la divisoria entre las provincias de Salamanca y Ávila, para ir a comprarlo...¡Y me dieron el mejor pan que jamás he probado! ¡Visiten Horcajo, por Dios! El pueblo, en sí mismo, no presenta grandes atractivos, pero el pan... ¡ay, el pan! ¡Aquello no es pan, es pan de oro! Nunca he vuelto a saborear nada ni remotamente parecido. Un kilo de pan auténtico, redondo, pesado (como Dios manda), bien cocido, por 1,6 euros: el mejor regalo que me hicieron jamás. Y, comieras lo que comieras, siempre se avenía bien, y enriquecía cualquier bocado. Me mudaría allí sólo por comer ése pan todos los días... Uno podría alimentarse sólo con él y sobrevivir como un rey...



Ya en Piedrahita, visité la Iglesia de Santa María la Mayor, así como el Museo de Arte Sacro, pero el pueblo no me convenció para pernoctar, así que regresé por donde había venido para quedarme en la ermita de la Vega, a unos tres kilómetros de distancia. Era sábado, y tras comer y descansar un rato salí a patearme los campos y a saludar a las vacas, vecinas mías por un día.



Al regresar contemplé cómo empezaba a arremolinarse gente, sobretodo mujeres de cierta edad, en los merenderos adosados a los muros de la ermita. Estuvieron allí (supongo que es lugar común de reunión) hasta el ocaso, hablando, discutiendo y pasándoselo bien. También había algunas familias, que jugaban a la pelota (aunque esto no me gustó demasiado, pues una ermita es lugar de cierto silencio y respeto, no para dar balonazos a diestro y siniestro...).

Una vez volví a quedar solo y se apagó la traílla no escuché nada (tampoco aquí), más allá de algunos coches con los bum-bum del sábado noche, y el mugir de alguna vaca que aún no quería acostarse.

Aquí dormité casi tan bien como el día anterior. ¿Será por las ermitas? ¿Favorecen el sueño profundo, reparador? Yo creo que sí.

Entonces no lo supe, pero para la jornada siguiente me esperaba un pequeño paraíso.

¿Cuál? Ya se sabrá, ya...


martes, 17 de enero de 2012

(17) Salamanca, o en dos palabras: la Reina



No creo que sepa cómo empezar a describir Salamanca... Bien, diré sencillamente que es un tesoro, la mayor gloria de España hecha ciudad. Nací en Gandía, en cuerpo, pero desde que conozco Salamanca, me considero salmantino, de espíritu, y de corazón. Mencionarla (o pensarla) me sube la adrenalina, me trae algunos de los mejores recuerdos de mi vida y de mí brotan anhelos irresistibles por volver. ¿Qué tiene para que así me sienta y esté en un tris de comprar un billete del primer tren que hacia allí se dirija (o de llenar el depósito del caracol)? Es fácil: lo tiene todo. Todo. Absolutamente todo. Trataré de ser breve... Aguanten, por favor.

Llegué a mi ciudad hacia el mediodía. Había oído algo sobre un pequeño aparcamiento al lado de la iglesia de la Santísima Trinidad, pero también acerca de un aumento recientemente del número de robos en dicho punto, así que me acerqué hasta un amplio parking, justo al lado de un Mercadona y un Lidl, y al lado también de una residencia para la vieja edad. Estaba al lado de una avenida con bastante tráfico, pero no excesivamente ruidosa, de modo que todas las noches que allí estuve (seis, en total) pude descansar sin problemas, junto con otros aventureros vehículos-casa similares al mío.

Salamanca posee (es mi opinión, claro) el núcleo antiguo más bello, espléndido y encantador de las ciudades españolas. Imposible edificar con mayor elegancia y contundencia sin perder expresión artística ni visión de conjunto; es como si las rocas, esos bloques sólidos de granito oscuro, tuvieran como única razón de ser servir de mampostería a catedrales, iglesias y demás edificaciones salmantinos, y nuestros antepasados hubiesen logrado la armonía perfecta entre robustez y gracia, y hubiesen decidido que Salamanca es el lugar idóneo para izar semejantes moles monumentales. Y aunque de arquitectura poco sé, la verdad, lo cierto es que no veo cómo habría podido hacerse mejor el corazón viejo de una ciudad...

Al visitar la Catedral, primero por el exterior, me hice un lío de mil demonios tratando de divisar qué parte correspondía a la Catedral Vieja, y cuál a la Nueva... Luego supe que aquélla estaba como encerrada dentro de ésta, oculta bajo los pilares de su hijastra. Hasta entonces, en el viaje, había entrado en casi todas las catedrales de las capitales (Toledo, Ávila, Zamora, etc,), y en todas había que dejar propina (lo cual, después de todo, no me pareció inadecuado), pero no así en Salamanca; allí puedes recorrer la espectacular planta de la suya, visitar las capillas, extasiarte ante la magnificencia artísticas (y el derroche, por qué no decirlo...) y sentir elevarse tu espíritu hacia lo alto de las inmensas columnas, sin abonar un céntimo. Otra benevolencia salmantina más (para entrar a la Catedral Vieja, eso sí, hay que dejar unas monedas...).



No podría nombrar todos los enclaves singulares que presenta esta maravillosa ciudad. No podría, ni querría, porque no serviría de nada; las palabras jamás le harán justicia, por ajustadas y evocadoras que sean... Mencionaré, pues, sólo algunos rincones que me fueron de especial relevancia, y cuyo recuerdo, casi un año después, es más intenso y vivo que nunca.

Primero, hablaré de las librerías. Las hay a patadas, desde luego, pero me pasé algunas horas, totalmente borracho por el olor a papiro, en dos muy singulares. La Librería Plaza Universitaria, en la Plaza de Anaya, a la sombra de la silueta catedralicia, contenía, entre muchos otros tesoros para estudiosos y eruditos, una de las colecciones que sueño (es de suponer algún día muy lejano...), poder tener en mi biblioteca: la selección de obras clásicas editadas por Gredos, encuadernados en tapa dura y cuyos precios astronómicos (para mi bolsillo) siempre han impedido que acceda a ellos. Creo que la dependienta me miró de reojo en más de una ocasión, ya que no paraba yo de manosearlos todos: el platónico Timeo, la Metafísica aristotélica, la Vida de Filósofos ilustres, de Diógenes Laercio, etc... De la segunda librería olvidé su nombre, pero recuerdo que estaba situada en la Calle de la Compañía, si no me falla la memoria, no lejos de la Casa de las Conchas; allí hice acopio de material vario (sobre mística, filosofía de la biología, cosmología y otras excentricidades...), gracias a unos precios muy asequibles, aunque a veces a causa de ejemplares que eran de mero expurgo bibliotecario... Había un verdadero caudal de rarezas, libros de los que nunca has oído hablar pero singulares y atractivos; me gasté un billete de los grandes, allí, y de tener más fondos hubiese llenado el caracol con montones de viejas obras que olían a papel antiguo y que, estoy seguro, ya habían iluminado y cautivado a más de uno...

En la Casa de las Conchas (en su interior, biblioteca pública) pateé sin parar sus crujientes tablas de madera ojeando el delicioso contenido de las estanterías y leí algo ávido la prensa (hacía bastantes días que me encontraba algo al margen del mundo...), temiendo encontrar un desastre o calamidad mundial. Lo que hojeé me dejó, como casi siempre, disgustado, confundido y sin ganas de volver a abrir un periódico... (la causa de ello me la guardo... no viene al caso). Después, cosa rarísima, me di un buen atracón de comida (potaje, albóndigas y postre casero... empezaba a estar harto de los macarrones, el arroz, y las lentejas) por doce miserables monedas, y luego me marché a visitar la magnífica Iglesia de San Esteban.

Al llegar la tarde (“varias de ellas”, de hecho, pues ciertas cosas que comento como si fuese una sola jornada las repetí otros días de estancia en la ciudad), quise hacer un alto en el Huerto de Calixto y Melibea. Lo curioso es que hallé a una Melibea, ataviada con una camiseta de John Lennon y sentada en uno de los bancos escribiendo lo que parecían postales... Nos miramos un par de veces persistentemente, pero yo no tenía a ninguna celestina cerca que arreglara el encuentro; así que, sin alcahueta, no había cita. Y no la hubo.



Ya por la noche, cuando regresé al caracol, encontré que muchos otros se habían acercado hasta él para acompañarlo; parecía una de esas congregaciones autocaravaneras que agrupan a algunas decenas de camaradas ruteros... Enseguida reconocí a uno de ellos, que en el foro de Acpasión se hace llamar “willibetis”, y fui a saludarle para conocerle... Y, enseguida, nos hicimos amigos. Un tipo amable, grande (en varios sentidos...) y entrañable... Conocí también a sus dos adorables mujeres (Carmen y Luna, ésta última de especie canina), y noté cierto cosquilleo de pérdida cuando dejó el parking y se marchó. Eso se llama amistad; cómo puede haber surgido tan rápido y tan intensamente, es algo que desconozco, pero así es... (¡Willi, Amigo, un abrazo muy fuerte desde aquí...!).

Hay cierta pintada, en uno de los murales del casco viejo, que reza algo así como: “En primavera, siempre volveremos a Salamanca”. Estoy a 620 kilómetros de distancia, apenas sin un céntimo (como quien dice...) pero esa frase resuena una y otra vez en mi interior. Siento que me llama; es lo de siempre. Hay algo tan mágico allí, se percibe el encanto de los siglos y de las aventuras que sus claustros y calles vivieron, que me resulta harto difícil no liar el petate, pedir prestada una limosna, e ir hacia ella con el ánimo encendido, rubor en las mejillas y fulgor en los ojos. Palabras puede que algo pedantes, pero completamente sinceras...

Podría seguir contando más circunstancias, encuentros, sensaciones y vivencias en y desde Salamanca, pero es innecesario. Un cuaderno de viajes como éste resulta baldío si no impulsa a quien lo lee a, de algún modo, ansiar ir hasta el lugar de que se habla. Y, si eso no se ha logrado ya aquí (y, de paso, he de decir que dudo que pueda lograrlo...), añadir palabras y más palabras de poco serviría: soy incapaz de honrar con palabras la memoria del tiempo que pasé, jubiloso y enamorado, en este pequeño edén de granito en el corazón del campo charro...

Ché, no sé cómo terminar esto, de verdad... Desconozco por qué, pero Salamanca es inigualable. Váyanse adónde quieran, visiten cualquier otra ciudad, paseen por la urbe más lejana y exótica que deseen y, sin embargo, Salamanca permanecerá como algo inconfundible y único, puro oro urbano.

“En primavera siempre volveremos a Salamanca”.

Que así sea...

lunes, 9 de enero de 2012

(16) Ciudad Rodrigo, ciudadela encantada



Hay enclaves mágicos, casi divinos, que enorgullecen con razón a quienes allí viven, poblaciones o tierras inconfundibles, únicas, y que como ciertos óleos u obras literarias muy particulares, no pueden ser copiadas sin caer en la ridiculez o en la estulticia: sólo existen en su específico espacio-tiempo, son inimitables. Ciudad Rodrigo es una de ellas.

Breve ciudad o crecido pueblo, dígase como se quiera, es una especie de fusión, a menor escala, entre las magnas Ávila y Salamanca: de la primera toma su muralla insigne, y de la segunda ese corazón clásico y encantador, hollado por monumentales presencias y aires casi medievales. Desconocía Ciudad Rodrigo, y al verla quedé prendado. Al instante. Sin más. Entra por los ojos y se lanza directa al corazón. Es imposible no admirarla; y cuando la dejas atrás, se exhala enseguida de tu interior una sentida añoranza. Puede sonar pedante, pero es lo que sentí...

Bien. Llegué allí (estuve dos días no consecutivos, un 24 de abril y un 5 de mayo, aunque aquí sí lo serán...) un domingo por la mañana (Domingo de Pascua, nada menos...) con tiempo nublado, y me vi obligado a meter la pata. Bullía la gente por doquier y los coches llenaban todos los rincones (hasta dañaban el césped anejo al recinto amurallado). No divisé lugar ninguno donde estacionar, por tanto, pero advertí, sin embargo, un par de hermanas autocaravaneras, dejadas de cualquier modo en una calle adosada a la muralla, ocupando varios espacios para aparcar en batería, pues estaban cruzadas a la larga sobre ellos... No me gustó nada la idea, pero no tenía alternativa, así que imité su mal ejemplo.

Tras comer un platazo de lentejas (buenas amigas para los viajeros: económicas, sabrosas y proteínicas ...), y sin sacudirme la sensación de estar cometiendo una falta grave al estacionar de forma tan ingrata, eché a andar por los alrededores del núcleo antiguo, y por suerte no tardé en divisar el parking de un supermercado (donde al día siguiente haría acopio de víveres... poco después de que los repartidores, con sus carretillas y paquetes de alimentos, fueran arriba y abajo sin parar a las siete de la mañana). Complacido, volví y arranqué, dejando reposar allí al caracol, donde estaría un par de largos días (la fotografía, aunque es mala y desde luego no representa nada de la bella ciudad, al menos da una idea de cómo estaba el parking aquella noche...). Más relajado, recojo mis avellanas y me largo a patearme todo el corazón clásico de Ciudad Rodrigo. Cualquier página web enlistará las gracias y las maravillas que contiene ésta, así que me limitaré a reproducir aquí, aunque detesto citarme, lo que anoté en mi diario:

“A las 5 comienzo a visitar la ‘ciudad’ amurallada. Pero la Catedral, al cerrar sus puertas una hora después, deberá quedar para mañana. Me adentro en un par de las muchas iglesias del recinto antiguo, y me encuentro, en una cuyo nombre olvidé, con una generosa y amable señora (también mencionaré, para que su descripción sea completa, que su aspecto recordaba al de una hechicera...), que me recita mecánicamente la larga historia de la capilla y los detalles de su orientación artística. Agradecido, introduzco un par de monedas en el viejo cofre adosado al pilar principal, y regreso a casa para, al día siguiente, proseguir el recorrido.

«Me despierto bastante temprano (antes de las ocho), y compruebo que el butano se ha consumido por completo (me avisa el chivato de la nevera, que destella como diciéndome: “¡Eh, tú! Que aquí no llega el puñetero gas, chaval!”). Toco los alimentos de su interior; aún conservan algo de frescura, menos mal... Por suerte, justo al lado, en la estación de autobuses, hay una tienda de Repsol, por lo que arranco y acerco la casita hasta allí para recoger una nueva bombona.

«Vuelvo al parking. Almuerzo, me tomo una ducha (Dios... ¡qué bien sientan!), y hacia las diez inicio la segunda visita al recinto antiguo. La Catedral es la primera parada, coqueta y preciosa, como toda Ciudad Rodrigo, pequeña pero muy agradable de visitar. A la entrada del casco amurallado se halla el punto de información. Le pido a la chica del establecimiento saber dónde se encuentran la biblioteca, la UNED y Correos. En la primera tardan algo en abrir, y mientras espero se me acerca una mujer joven y bonita, de unos treinta años, y con acento portugués me pregunta qué significaba una pegatina colocada en una señal de prohibido aparcar. Yo la miro (a la pegatina), y le explico que, por lo que poco que sé, se trata de una pugna entre dos facciones de extrema derecha (neo-nazis, vaya...), una de las cuales ha colgado esa pegatina para reivindicar que ella es la auténtica, la que sirve a los “valores” de esa ideología... Una vez le queda claro me pregunta por las corridas de toros, ya que en la biblioteca había una exposición al respecto, con fotografías sobre el tema (yo no tenía ni idea...), y tal... Una vez abren la biblioteca aprovecho para echar un vistazo a la exposición, de imágenes sencillas, y me sigue comentando, ella, la chica portuguesa, algunas cosas más.. Al final ya no sabía yo si le interesaba en verdad todo el tinglado de los astados o me estaba tirando los tejos...

«Después de la comida y la conveniente siesta, salgo nuevamente. Ya fuera del centro antiguo, en la UNED soy yo quien pregunto por la posibilidad de hacer los exámenes en otro centro del que estás matriculado... una mujer joven (otra...) afirma que no hay problema ninguno. Bien. Como mis ensaladas últimamente eran un poco sosas (hacía una semana que estaba sin sal...), me acerco a una tienda de dietética, donde una chica muy guapa (seguimos... se ve que Ciudad Rodrigo atrae a la hermosura femenina...) me enseña distintos botes de cloruro sódico convenientemente ecológico... pero los cinco euros que cuestan me echan para atrás, aunque le prometo a la chica que volveré (puede que lo haga, en un futuro muy muy lejano..., si bien no por la sal ecológica, eso seguro).

«Casi a las ocho entro en casa, a tiempo para escuchar algo de música mientras el sol se oculta tras las murallas de esta bella ciudadela. Tres chiquillas, de unos quince años, se quedan mirando el caracol y el tipo larguirucho que había dentro... Yo las saludo, y les hago un gesto con la mano para que se acerquen, en tono de guasa... Ellas ríen y se marchan corriendo...

«Eso es. Belleza en todas partes. En el cielo, que hoy es azul purísimo; en las calles, plazuelas y muros de roca, que atesoran siglos de historia; y en las gentes de aquí, que parecen haber sido embellecidas por la tierra y su entorno, como si hubieran absorbido esa esencia preciosa y la hubiesen incorporado a su ser.

¿Puede un lugar bello embellecer a sus habitantes? Yo no tengo ya dudas. Ninguna en absoluto. Y, para quienes aún no se lo crean, que vayan, que vayan a Ciudad Rodrigo, y lo comprobarán...

lunes, 2 de enero de 2012

(15) Trabanca y alrededores, tormenta de luz y color



Abandono Fermoselle temprano, aún bajo la égida maldita de las lluvias, y adquiero mi insoslayable hogaza de pan, ese pan fabuloso y digno de conservarlo en una vitrina para el resto de los días, en un pequeño horno al lado de la carretera principal, atendido por Alicia, una muchacha de (supongo yo) quince o dieciséis años que, si quiere, me temo que tendrá a todos los mozalbetes del pueblo en su mano cuando le dé la gana...

Atravieso el embalse de La Almendra, donde me propongo regresar con más tiempo algún día (lo hice, ya lo contaré...), pero aún así me detengo un rato para admirar sus espectaculares paredes verticales de hormigón, el depósito gigantesco de agua bajo mis pies, y los serenos pececitos que medran en ella sin desconfiar de cañas o sedales cayendo de los cielos...

Llego a Trabanca, a mi juicio cima de la tierra salmantina profunda, lugar en donde estuve casi una década atrás, junto con un grupo de jovenzuelos de distintos países haciendo un Campo de Trabajo, que consistía en edificar un pequeño margen de roca anexo al campo de fútbol (margen que puede verse en la primera foto, pues está hecha justo entonces). Guardo muy buenos recuerdos de aquellos quince días: el sudor por las mañanas acarreando rocas y apilándolas; la tarde en común haciendo actividades manuales diversas, y las noches libres paseando por los alrededores y contándonos tonterías bajo esa luz increíble de las estrellas charras, sin contaminar por urbes ni farolas estúpidas.

No obstante, ese paraíso de silencio, calma y sensación de vivir tiempos de antaño ha cambiado. Porque llego en plena Semana Santa, y es imposible hallar un hueco libre en el pueblo: centenares de coches aparcados de cualquier manera, todo una muchedumbre arriba y abajo, algarabía sin cesar y algún que otro “bum-bum” odioso transfiguran mi recuerdo de Trabanca. Además, han organizado una Feria de la Artesanía, a la que acudo y entro por curiosidad, pero que no me transmite nada: yo quiero “la otra” Trabanca, la de las calles solemnes, los carros en las puertas de las casas, aquella en que veías un coche cada hora, y a los lugareños saludándote al pasar, o aquel poeta del pueblo (ya no recuerdo su nombre...), que nos recitaba de memoria sus poemas, a los 94 años de edad... Con todo, decido explorarla, por supuesto. No es fácil, sin embargo: hallo, tan sólo, un punto libre, al lado de la Iglesia, donde aparco la caracola, pero enseguida una señora aparece en el marco de su puerta a recriminármelo porque, dice, “le estoy tapando la vista de la gente en la calle” (sic)... Me disculpo y arranco de nuevo, dando un par de vueltas antes de detenerme, finalmente, al lado mismo de la carretera.

Espero el fin de la lluvia y a que los turistas hagan un poco de vacío, y comienzo la caminata por sus calles. Entro en una antigua fraga, en donde un par de mozos daban forma, con brío, al caliente hierro; paso al lado de la Casa Rural La Solana de Arribes, donde estuve alojado en el Campo de Trabajo (y donde comimos, yo y todos, fabulosamente, gracias a las generosas y ricas raciones proporcionadas...); me acerco al frontón, donde jugué algunas partidas con compañeros del Campo; también echo un vistazo al lugar de “trabajo”, y, por una extraña coincidencia (o no...) me topo con Jose, el capataz del Campo, quien siempre nos azuzaba a que moviéramos más el culo, tras la resaca de la noche anterior, y que en cuanto veía a algún miembro del grupo escurrir el bulto y salirse del área de faena le soltaba un sonoro “peeeero ¿adóoonde vaaaaas?” y le cogía del brazo trayéndolo de vuelta junto a la pila de rocas. Él no me reconoció, pero yo sí: le llamábamos “Zinedine”, por su similitud física con el jugador de fútbol francés... Me alegró mucho volver a charlar con él, y coincidimos en que, aunque buena para el pueblo, ni a él ni a mí nos agradaba la masificación sufrida por esa villa fascinante.



Me despido de Jose, acabo mi excursión por las calles y, sin desear para nada pasar allí la noche, dado el tumulto, me dirijo hacia los alrededores, acercándome a los campos vallados que delimitan las dehesas. Veo una entrada cualquiera, un camino de tierra y, me digo, “por ahí”. Y, en cuanto hallo el más nimio espacio, una encrucijada de caminos, allí me detengo. Algo inclinado, por una ligera pendiente, pero muy a gusto. Allí siento que estoy en Trabanca, otra vez. Allí, sí.



El cielo no estaba para bromas, y aunque al mediodía descargó un buen chaparrón, al poco las nubes empezaron a desgajarse, tras las cuales se adivinaba un azul profundo y nítido, seña de identidad castellano-leonesa.



Marcho, tras comer, por esos senderos, acercándome a las amistosas vacas, que me miran entre desconfiadas y juguetonas, mientras de reojo yo no dejaba de controlar el negro firmamento, por si se le ocurría aligerar carga líquida sobre mi cabeza...



Como decía, sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos el lóbrego firmamento deja paso a la luz de la estrella y al cielo abierto; y vuelve la temperatura agradable, tanto que hago una buena colada allí mismo (no había nadie más, al parecer, hasta donde alcanzaba la vista...). Así que lavo, sacudo bien el barreño (para imitar el “efecto lavadora”...) durante diez minutos, escurro al máximo y, ayudándome de los postes de hormigón que cercan la dehesa, tiendo la ropa y espero a que Ra haga el resto.



Mientras la ropa derramaba su humedad me marcho de nuevo a hacer un paseíllo, otra vez junto a las vacas, y me meriendo el par de plátanos por esos andurriales, en un pequeño arroyo junto al que me senté, cautivado por el cielo, que parecía mudar a cada instante, configurándose de modo distinto cada vez que lo miraba.



Esto es lo que yo buscaba: este cielo eterno, infinito, abierto a toda la luz y color creado alguna vez, que parece aglutinarse aquí, en esta tierra, como en ningún otro sitio.



Regreso a casa, recojo la ropa, quito la cuerda, saco una silla y leo unas páginas mientras el sol muere poquito a poco, maravillándome por enésima vez de la imagen que ofrecía el cielo...



Refresca casi enseguida, una vez el sol desaparece, de modo que me refugio dentro del hogar, y espero a que la noche llegue. No puedo evitar, sin embargo, dar aún otro buen paseo nocturno, amenizado por búhos y ruiditos extraños (¿las vacas, animales sueltos, algún ser extraño?).

Ya acurrucado y cubierto con una suave manta, sin ánima ninguna a cuatro kilómetros a la redonda, casi perdido, me acuesto a la medianoche y duermo como un tronco. ¿Miedo, inseguridad, temor? Pues no; corroboro lo que rezaba, aunque de modo algo afectado, el epitafio de la tumba de un astrónomo aficionado: “He amado demasiado a las estrellas como para temer a la noche”.

Trabanca, esa preciosa e irrepetible tormenta de luz, color, y belleza...

Habrá que volver, ¿verdad?