Sin rumbo fijo (así debe ser, ¿no?), me despido de Peñaparda y enfilo la carretera comarcal CL-526 mirando aquí y allí, porque no quería avanzar mucho; el terreno era demasiado bueno como para dejarlo atrás tan pronto...
Ojeando el mapa detecto una ermita en las proximidades de Fuenteguinaldo. “Bien”, me digo, “hacia allá”. Al llegar al pueblo, del que todo desconocía, veo un caminito que, según me parecía, en sentido contrario a aquel se dirigía hacia el cementerio. Parecía un sitio tranquilo. Con precaución (el caracol apenas cabe en él), el sendero me deja junto al muro sacramental. No hay demasiado espacio, pero me basta. Doy la vuelta y me encaro hacia Fuenteguinaldo. Es casi mediodía, pero excepto algún camión que transporta rocas de alguna cantera próxima por la carretera principal, no oigo nada más. En absoluto.
Dejo sola mi casa para, como siempre, descubrir dónde estoy. Ermita, iglesia, callejuelas, casuchas y rincones singulares... Un pueblo más, o sea, como ningún otro. Vuelvo, me relleno, leo un poco (pero sólo un poco, me quedo sopa en unos minutos...) y tras la siesta decido que es hora de ponerme al día en tareas académicas: tres horas de largos, superfluos y agotadores circunloquios, retóricos y grandilocuentes discursos filosóficos colman mi paciencia; por lo que, ya de noche, doy una vuelta por la “muerta” (por silenciosa) cercanía. Oigo algún perro, que me observa desde la distancia.
Hace frío, pese al florido mayo. Mis amigas no paran de titilar, por allá arriba. Yo también me estremezco, y, ya en la capuchina, me despido de la Cabellera de Berenice, que descansa justo sobre mi cabeza. ‘Zzzzzzz....’
Al despertar, a la mañana siguiente, el rocío invade el ambiente; se aprecia, en la distancia, las nieblas persistentes, pese a que el sol ya luce alto. Regueros líquidos se deslizan por las ventanas. Pero la estrella, desde luego, les vencerá. No hay nada que hacer contra su poder...
Un libro que empiezo a leer se titula así: “El misterio de los misterios”, de M. Ruse. Lo devoro poco a poco, aprovechando sus enseñanzas, en la medida que puedo. Dos o tres coches se acercan, para presentar sus respetos a los que en el cementerio habitan. Como muy temprano y, para aprovechar la luz diurna y las agradables condiciones atmosféricas, decido caminar un buen rato.
Un cartel en el pueblo me señala la presencia de un dolmen y los restos de un antiguo poblado romano. Pregunto a un lugareño por su ubicación, y se presta a acercarme un poco en coche, al menos hasta la salida del pueblo. Se lo agradezco, porque la dirección hacia mi objetivo no estaba muy bien señalizada. Después camino unos cuatro kilómetros, gozando del entorno, bello y sereno, de las vacas en sus pastos, y de la práctica inexistencia de alma humana, más allá de algún extraviado, como yo...
Un ciclista me desilusiona al advertirme que, en realidad, el poblado es poco más que un par de muros llenos de maleza. Cuando llego, admito que llevaba razón. Aun así, paso las manos por encima de las antiguallas rocosas, recordando que sus vidas y esfuerzos fueron el fundamento de lo que ahora hay aquí... Otro lugareño sugiere que hay varios sarcófagos en lo alto de una loma, pero aunque los busco no logro reconocerlos.
Meriendo en un área recreativa construida a la vera de una presa del río (creo) Águeda, espantando las incontables moscas del lugar a manotazos y descansando un momento antes de deshacer el trayecto.
Vuelvo a casa gratificado por el viajecito a pie; me encanta Fuenteguinaldo. Así se lo dije al hombre del coche que he mencionado. Él respondió: “Bueno, sí, es un pueblo...”, sin más, como diciendo: “Tiene lo que todos tienen”. Pero no todos poseen esa tranquilidad, esa paz ambiental, un tesoro histórico a sus espaldas (aunque sean dos muros...) y la gracia de un terreno casi místico, veteado de granitos y esquistos antiquísimos. Tampoco todos saborean ese cielo abierto, luminoso, fuente de estrellas y de sueños.
Me imagino el invierno allí, junto al fuego, el viento aullando a través de los robles, dos palmos de nieve frente a tu puerta, luces de navidad que vivifican el espíritu navideño, y, también, tu familia alrededor...
Y, me pregunto: ¿Acaso necesitaríamos algo más?