domingo, 11 de diciembre de 2011

(13) Zamora, núcleo románico



Zamora no tuvo el menor efecto positivo en mi psique en un primer momento. Al entrar en ella llovía (me afecta no poder contemplar el sol...), había brumas y hacía frío, y llevaba más de veinte minutos dando vueltas inútiles tras la pista de una supuesta área para autocaravanas. Al fin me di por vencido, y aparqué en una especie de parking, a la vera del Duero... y resultó que eso era él “área”. Es decir, hallé cuando no busqué. Buena enseñanza para el futuro...

Cogí el paraguas y salí a inspeccionar el terreno. No me desagradaba, la zona, excepto por un no lo suficientemente lejano ruido de motor o generador (estaban realizando obras para construir un nuevo puente sobre el río, según supe más tarde), pero que dentro del hogar no fastidiaba demasiado. El entorno resultaba tranquilo, pese a los coches zumbantes. Decidí pasar la noche. Sería la primera de una serie de siete que, a intervalos, disfrutaría allí.

Quise ver la catedral, por supuesto, y las dos monedas que gasté en ello me parecieron, como otras veces, ridículas, ya que me permitieron asombrarme, una vez más, del tremendo esfuerzo por elevar un edificio tan monumental... y, a continuación, preguntarme también si fue necesario, si el recogimiento y el sentimiento religioso no pueden experimentarse en contextos más modestos y austeros, o mejor, si éstos guardan realmente relación alguna con el alzado de majestuosos templos o únicamente son auténticos y se sienten “como en verdad son” en la soledad de uno mismo, en una colina, o admirando el sol y las estrellas. En fin... Más tarde accedí igualmente a un par de iglesias, y pateé todo el núcleo antiguo, las callejuelas y parques diversos que delimitan el recinto amurallado. Y entonces, empezó a gustarme, y mucho, Zamora.

Aquella noche iba a jugarse la final de la Copa del Rey de fútbol y, cosa rara, me marché a cenar a un bar. Sólo aguanté media parte. Demasiado jaleo, no podía observar ni escuchar nada (debí suponerlo...), y me rodeaba una hatajo de forofos (merengues, en este caso). Salí a respirar aire fresco, y me imaginé el partido a través de la radio del caracol. Al término del mismo, saqué el saco y me las apañé para dormitar unas horas hasta el amanecer. Ése fue mi primer día en la capital.



Regresé en otras ocasiones, como he mencionado, a lo largo de un mes que estuve dando vueltas por Zamora y Salamanca (ya iré comentándolo...), y esa ciudadela, ese bastión del románico y vigía del Duero fue atrayéndome y cautivándome cada vez más. La pena es que mi retorno fue motivado, en parte, por asuntos académicos, y no pude gozar de la ciudad como se merecía. Aún así, mientras trataba de no volverme loco ante las páginas de Deleuze y me tragaba el programa formalista de Carnap y las sandeces de la pragmática filosófica, aparcado como estuve durante casi una semana justo al lado de la iglesia (románica, cómo si no...) de San Frontis, pude echarme unas buenas caminatas por la vera del gran río, atravesé mil veces el puente de piedra, contemplé a los indignados y leí sus reprobaciones y recriminaciones, y me escabullí por iglesias y bibliotecas buscando mis ratos de silencio y soledad.



El estudio fue a ratos tedioso, pero había siempre movimiento a mi alrededor, que por lo menos amenizaba la indigesta ración de literatura metafísica: gentes arriba y abajo con sus perrazos, gatos que me miraban desde los muros, rayos y truenos que caían del cielo con salvaje estruendo, y esa lluvia vespertina que aparecía sin preaviso y desaparecía al segundo. Además, las nubes castellano-leonesas son únicas y especiales, algodones de agua y aerosoles creciendo tras el mediodía hasta formar monstruos nubosos espeluznantes y bellos. Ante ese panorama la ontología del ser social, y las raíces posmodernas y la crisis de la razón clásica no pueden más que quedarse en un segundo plano... Me interesa, claro, pero lo que hay allá arriba no tiene parangón...



Mis exámenes salieron bastante bien. Fue casi un milagro; teniendo en cuenta el escaso tiempo dedicado, las horas que pasé escuchando música bajo la atronadora sinfonía de rayos, y mi mente vagando sin cesar, no acabo de entenderlo. O sí. Porque, creo, Zamora tuvo algo que ver. No sé cómo, pero influyó estar allí, en esa ciudad remota, breve y que segrega arte y candor a cada calle.

¿Habrá un aura especial sobrevolando Zamora, una singular fuerza que brota del suelo e invade la urbe y produce un efecto benéfico? Sí, suena a chorrada new age, por supuesto, pero algo de ello debe ser verdad. Ir allí fortalece, revitaliza y abandonas ese diminuto núcleo renovado, ansiando regresar ya.

Jamás pensé que pudiera sentir algo así por una ciudad. Sólo Salamanca (ya lo glosaré en su momento) tiene un encanto superior, mas Salamanca es inigualable, en casi todos los sentidos, a mi juicio. Pero Zamora nos dejará con la boca abierta, a poco que despejemos mente y espíritu.

No os defraudará. Me juego el cuello...

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