domingo, 5 de febrero de 2012

(19) Avellaneda y alrededores, un dulce de Ávila



Abandoné la ermita de la Vega dispuesto a enfilar el puerto de la Peña Negra, cuyo asfalto debía llevarme hasta casi el corazón de la flamante Sierra de Gredos. Sin embargo, sentí cierto temor viendo el mapa... pues los 1920 metros de altura que alcanza me hizo dudar de mis posibilidades de coronarlo con éxito. Para cerciorarme de que podía afrontar la subida del puerto sin temor me acerqué a Piedrahíta y pregunté en la caseta de información; la amable muchacha me aseguró que la carretera era buena... empinada, pero buena, ya que "hasta los autobuses grandes circulaban por ella". Quedé contento, pues, y decidí recorrer durante un par de horas el pueblo. Me compré el periódico (llevaba demasiados días sin saber nada del mundo exterior), llené un par de garrafas de agua en una fuente próxima y volví al caracol.

Pero, por alguna razón (quiza ver esa mole altanera e inmensa de la Sierra de Piedrahíta), desistí de subir puerto ninguno y, en cambio, reorienté mis pasos hacia El Barco de Ávila. Mas no llegué allí. Unos pocos kilómetros antes vi un desvío a la izquierda, y como mi ropa interior necesitaba ser enjabonada urgentemente, busqué un rinconcito apartado. Lo que hallé no está muy lejos, a mi entender, de un paraíso.

Un poco más adelante por la estrechísima carretera, tan estrecha que, de hecho, apenas podía pasar yo mismo por ella...



Un poco más adelante, decía, apareció enmedio de las colinas la preciosa población de Avellaneda, distribuida y alargada en varios barrios. Anduve con cuidado y no me metí con el caracol dentro del poblado, pues ya suponía que tendría problemas para dar la vuelta... En lugar de eso, volví unos metros atrás y aparqué en un pequeño descampado. Por suerte, los barrotes de un vertedero clausurado me sirvieron de "estructura-tendedero", por lo que pude poner la ropa a secar una vez bien lavada (no se aprecia en la imagen porque, claro, prefiero ocultar mis gayumbos a la concurrencia...).



La loma, conocida como Fuentes Secas si no equivoco, es a finales de abril, cuando la visité, poco menos que un vergel de tapices verdes de todas las tonalidades. Animales los había por todos lados: justo al lado de donde me encontraba había una gran cerca con multitud de vacas y borregos, divisé igualmente un par de zorras, algunos alacranes de considerable tamaño e incluso un caballo perdido entre la maleza (vinieron unos hombres a por él a media tarde, y trataron de llevárselo, pero resistió y agotó a sus perseguidores de tanto ir y venir arriba y abajo sin que pudieran capturarlo. Después descansó hasta bien entrada la noche en la garganta de La Avellaneda, y luego ya no volví a saber de él..).



Presencia humana sólo vi algunos vehículos a motor por la carreterita, que a mi juicio se desplazaban a demasiada velocidad, y un par de viejecitas que paseaban en la agradable tarde de primavera. Tras la comilona al mediodía, me subí a un pequeño promontorio, desde donde divisaba la maravilla que me rodeaba. Eran bien visibles los pueblos próximos (Aldeanueva de Santa Cruz aparece en las dos siguientes fotografías), con la sierra de Béjar al fondo. Como ya me había sucedido en otros lugares del viaje, me hubiese quedado allí para siempre: disfrutar de su verano, admirar la llegada del pardo otoño y la irrupción final del frío y la nieve al calor de las chimeneas... para esperar el brote vital siguiente, en el próximo equinoccio.





Recostado sobre una roca en forma de losa, apta para descansa el cuerpo, estuve en el promontorio un par de horas largas, perdiendo la noción temporal por completo, tan sólo agradeciendo, venerando y loando a dioses y hombres porque, de nuevo, me permitían ese espectáculo, esa contemplación, a cambio de nada. Poco a poco el amigo Ra quiso marcharse a dormir, tras iluminar de felicidad el campo abierto, y entonces se nos hizo otro regalo, un obsequio final para que ya no cupiera más dicha y, en caso de morir, fuera de bienestar. Apareció, en toda su rutilante belleza, uno de esos momentos que sobrecogen para siempre. No se pueden describir, sólo vivir. Ni las imágenes pueden conservar su magia.





Me marché temprano al catre. Todavía molestó algún coche, pero poco después sólo hubo, claro, silencio, oscuridad y soledad. Tres patrones sempiternos en estos viajes.

Avellenada es un dulce abulense, un rico postre que no sólo nutre el cuerpo de visiones fabulosas, sino que también enriquece el espíritu con la paz, la belleza y la serenidad de un enclave que ofrece todo lo que el viajero puede pedir. Debería volver, también aquí. Aquí aprendí, me hice mayor, por así decirlo.

¿Cómo no regresar, algún día, a la tierra que has amado?


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