domingo, 19 de junio de 2011

(3) Tiempo de ciudades: Toledo, Ávila, Segovia



"Hace casi un milenio nació en Toledo un astrónomo excepcional, escasamente conocido y aún menos reconocido: Azarquiel. Sentía especial interés por regresar a la ciudad majestuosa que vio aparecer a ese hombre de intensos ojos azules y dotes prodigiosas, y como me venía de paso en el itinerario hacia Castilla y León decidí recorrerla de nuevo, como ya había hecho más una década antes.

Desde el enorme aparcamiento donde estacioné se podía divisar el imponente Alcázar, que no visité (cerraron las puertas...). La catedral merecía también ser pisada, pero no abrieron en toda la tarde y además el precio de entrada era excesivo (lo mismo que gasto en dos días...) y el viajero siempre va escaso de dinero, como ya se sabe. Así que preferí las iglesias sencillas, y por su singularidad, una sinagoga, anclada en el corazón de la antigua judería.

A un paso del Alcázar, junto a un mirador y recostándome en un muro de piedra tan viejo como aquel, me merendé mis plátanos y observé a la muchedumbre que se aglutinaba en torno al magno edificio. Miradas anónimas que nunca volverás a encontrar se cruzaban con la tuya, mientras los perros retozaban en la hierba y la gente descansaba a la sombra evitando la estrella que nos quería escaldar.

Las empinadas cuestas y el ancho perímetro de la zona antigua dejaron maltrechos mis pies, pero valió la pena, si bien no hallé rastro de la figura de Azarquiel. Tal vez deba ir a Córdoba, donde él se mudó, para tropezar con algún vestigio de su existencia...




Ávila presenta la belleza peculiar de una ciudad modesta, pero poderosa en historia y registros culturales. Bien ensamblada y situada, su cordón de piedra, amurallado y colosal, domina el casco viejo y penetrándolo uno entra en otro tiempo, pese a la modernización de edificios y empedrados; aún hay signos de un pasado no muy lejano de grandeza y esplendor.
Decidí estacionar en un parking de la parte norte, pero nada más llegar me atropelló un vagabundo que, con un parte médico en la mano y la otra limpiándose las lágrimas que le corrían por las mejillas, me explicó su angustiosa situación vital (ya mayor, en paro, enfermo, con mujer y tres hijos, etc. etc.). Por alguna extraña razón (un brillo extraño en sus ojos... no sé si de pena o de avaricia...), acabé creyéndolo, y le solté un billetito azul; un viajero gasta lo imprescindible, sí, pero siempre ayuda a quien (parece) necesitarlo. Ignoro si el cuento es tal, pero espero y deseo que todo sea un embuste, por su bien...

Hallé otro lugar para pasar la noche, pegado justo a la muralla en su cara oeste, donde me encontré con otros compañeros “caracoleros”. Con una pareja de Córdoba (quise preguntarles por Azarquiel, pero me callé...), subidos a su Weinsberg, charlo un buen rato, mientras su enorme mastín nos lamía y correteaba sin cesar. Tenían urgencia en vaciar las aguas grises, así que me interrogaron por si conocía algún punto. Ni idea, pero les aconsejé las gasolineras, y quizá en el otro parking, pues alguna rejilla de vaciado de aguas habría, quizá.

Al marcharse ellos inicio el pateo de la ciudad. La catedral me decepcionó, por las obras y el intenso frío, que apenas permitió disfrutarla como se merece. Como compensación, me topé con la iglesia de San Pablo, tutelada por un párroco extraordinariamente pintoresco (jorobado, parlanchín y muy muy amable... ). Sin pedirle nada me contó un sinfín de detalles de Ávila y su catedral, y simpaticé de inmediato con él. Deposité un pequeño donativo en la caja frente al altar y abandoné el templo lamentado que no sea así en cualquier parte: explicar con gusto lo que nos rodea a quienes lo desconocen, y no exigir nada a cambio. Y, entonces, es cuando yo pago, agradecido.

Me guiso unos riquísimos garbanzos con bacalao del terreno, y por la tarde descanso visitando otros templos religiosos, además de descubrir una itinerante feria del libro, pequeña pero interesante. Me agencio un par de obras de Berkeley y Leibniz, aún en su plástico original, por un poco más de lo que costó la entrada a la catedral. Y, casi cuando me marchaba ya, aparece un Centro de la Interpretación de la Mística. Pero era tarde y no pude echarle un buen vistazo. Otra vez será.

Ceno mirando los campos de Ávila, que empiezan a colorearse de verde, mientras las estrellas ansían dejarse ver y la noche se me acerca, picarona... Bordeo la muralla una vez más, iluminada en exceso, saboreando el fresco nocturno, y subo a la cama sin poder imaginar aún qué es lo que está por llegar...



Segovia es la coquetería hecha ciudad. Está tan bien construida y presenta una fisonomía tan singular y atractiva que no te la figuras de una forma distinta a como es. Sus calles son sugestivas, y presentan nichos y huecos hermosos por doquier, como pequeños velos que uno descorre paso a paso.

Me perdí un par de horas por la catedral, sin querer salir para nada de ella, porque afuera había tanta gente que prefería ocultarme entre los altos y mudos muros de piedra. Al menos allí había cierto respeto por el silencio, y los grupitos de orientales y jovenzuelos alborotadores se mantenían al margen. También aquí me he pateado la judería y las iglesias, pero no en el caso del soberbio Alcázar; como siempre, llegué tarde y me quedé solo en el puente que salva el foso a un paso de la puerta cerrada, como un marginado que huye de la peste y al que se le deniega la salvación...

Pisando las calles me topo con una especie de desfilada militar, demasiado hortera y esmerada para mi gusto, así que me escabullo por callejuelas laterales y salgo hasta donde esperaba el santuario móvil, fondeado a escasos cien metros del célebre acueducto. Me zampo unos pistachos y marcho disparado a la iglesia de San Salvador, donde había visto un cartel anunciado un concierto de música sacra. El coro “a capela” me deleita con voces que retumbaban con gracia y armonía, pero al volver a casa todo ese bienestar acumulado se desvanece, a causa de los pelones, las pininas, los bomb-bomb de turno, los gilis con sus burrum, burrum..., o sea, la fauna del sábado noche, esa morralla que sin incordiar no sabe lo que es la diversión. También están los que llaman a la puerta, o se ponen a gritar acercándose a las ventanas... o sea, más del mismo excremento.

Apenas duermo un par de horas. Me pesan los ojos, tengo la espalda dolorida y estoy enfadado. A las ocho de la mañana me levanto... y es entonces cuando yo acudiría a sus casas a llamarles al timbre sin parar, lanzaría alguna piedra a sus ventanas, o pondría la música a tope bajo su cama, hasta el mediodía...

Pero, por suerte, es arrancar y olvidarse de todo. Y esperan aún los infinitos campos, las ermitas aisladas, los serenos pantanos y esas montañas fantásticas, los pueblos perdidos que casi nadie conoce, los senderos que no conducen a parte alguna...

No hay ningún pelón capaz de amargarme la aventura. Ni un millón de ellos. El ansia por descubrir, eterna e incurable, alivia todo sinsabor, transitorio y mortal. La carretera no termina nunca.

Sólo se agotan las ganas por recorrerla.
"

No hay comentarios: