domingo, 27 de noviembre de 2011

(12) San Román de Hornija, catolicismo y generosidad



Poco amigo de las ciudades, soy. O, mejor: las tolero en pequeñas dosis; a continuación requiero del contacto con campos abiertos, pequeños pueblos y montañas en lontananza. Por eso, tras hollar Palencia, era necesario un cambio de aires, y adentrarme en la tierra leonesa ajena a las urbes.

He pasado por Toro, con la esperanza de recorrerla en detalle, pero mi torpeza en tropezar con un buen sitio para aparcar lo han impedido; por alguna razón que desconozco, además, no he encontraba a gusto, como incómodo, desubicado. Quizá por la lluvia, ligera pero sin pausa. El caso es que echo un vistazo en marcha (ridículamente insuficiente, claro), y prosigo por extraños caminos agrícolas, como ansioso por encontrar el lugar idóneo, sin lograrlo.

Un par de vueltas desconsoladas en torno al cornúpeta me llevan hasta San Román de Hornija. Estaciono junto a un imponente edificio, en cuya entrada puede leerse, si mal no recuerdo: “Centro de educación católica gratuita”. Hubo, supongo, muchos similares con la consigna de no dejar pasar a nadie si no pagaba la mensualidad... cosas de la Iglesia, entiéndase. Si, de igual modo no me falla tampoco la memoria, creo que ahora es gratuito y abierto para cualquiera, sea creyente o no. Como debe ser.

A unos pasos se distingue el perfil de una iglesia singular; descubro que fue levantada en tiempos visigodos, nada menos (siglo VII, en principio como monasterio, en los años del rey visigodo, Chindasvinto), algo que me sorprende pero que es usual en las tierras vallisoletanas. La iglesia conserva, como es lógico, una larga historia entre sus paredes. ¿Cuántas plegarias y sermones habrá escuchado? ¿Cuántas lágrimas de pasión religiosa, o de terror ante desgracias mundanas, habrá visto aparecer...? En una capilla anexa veo un pequeño grupo de niños, no mucho mayores de cinco años, escuchando al párroco, que supongo les está instruyendo sobre credos y demás programática educacional eclesiástica.

Después me muevo por los exteriores, adquiriendo perspectiva, y al caer la tarde me entero de que, justo detrás de donde estaba estacionado, hay una panificadora. Estaba algo escaso del alimento divino (para mí lo es... no hay ninguno igual), así que me acerco y pregunto. Como era de esperar, no les quedaba nada, ni siquiera un mendrugo pequeño. Pero ya volvía al caracol cuando, de repente, oigo a mis espaldas que me llaman. Era el dependiente (dueño del establecimiento): había recordado que tenía un pan redondo de ayer en alguna parte, algo duro, pero aún comestible. Me ofrezco a pagarlo, por supuesto, pero él, muy amablemente, me dice que en absoluto, que me lo regala. Agradecido, me hago con algunas magdalenas y le pregunto cuándo abre mañana para comprar pan y unas cosas más. Con su gesto, ya ha conseguido un cliente de por vida (aunque vaya una vez cada cinco años... o aunque no vuelva nunca), y además siempre hago y haré buena publicidad del pueblo y su panificadora. Es el resultado de la generosidad; en cambio, aquel cretino de La Velilla (entrada número 5) nunca me verá entrar en su tienda de nuevo... y aviso a todos de lo que pueden esperar si se les ocurre aparcar en cualquier lugar inoportuno que le impida a aquel buen señor consolidar su floreciente negocio... En fin, dejémoslo.

Doy unas vueltas más antes del ocaso, guarneciéndome de la lluvia molesta, que no cesaría completamente hasta la mañana siguiente. Unas páginas intragables de Metafísica, la cena y al catre. Muchos pueden decir que éste es un pueblo más, uno de entre los innumerables que jalonan geografía y cielo nacional, y que nada tiene de especial o de importancia como para quedarse allí una noche, y mucho menos día y medio.

Se equivocan. Precisamente esos pueblos, a primera vista ordinarios, vulgares, puede que rácanos en belleza o monumentalidad, atesoran una historia de siglos (cuando no un milenio, o todavía más), y un pasado que nos une, a todos... Es difícil apreciarlo, detectar en ellos, hoy repletos de calles sin encanto, tal vínculo, pero por dichas calles se forjó, un día, parte de nuestro ayer, un tiempo que dio lugar a lo que ahora somos. En cada calle, en cada esquina, hay una brizna de nuestra esencia. Allí nacimos, de algún modo, aunque hoy no sea más lo que veamos no sea más que una insignificante travesía colmada de hormigón e inundada de casas unifamiliares.

Una vez entendemos esto, no hay lugar pequeño, ni pueblo trivial.

Ninguno en absoluto.

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