"Sólo es una pequeña travesía, una distancia totalmente insignificante..." (Charles Dickens)
martes, 17 de enero de 2012
(17) Salamanca, o en dos palabras: la Reina
No creo que sepa cómo empezar a describir Salamanca... Bien, diré sencillamente que es un tesoro, la mayor gloria de España hecha ciudad. Nací en Gandía, en cuerpo, pero desde que conozco Salamanca, me considero salmantino, de espíritu, y de corazón. Mencionarla (o pensarla) me sube la adrenalina, me trae algunos de los mejores recuerdos de mi vida y de mí brotan anhelos irresistibles por volver. ¿Qué tiene para que así me sienta y esté en un tris de comprar un billete del primer tren que hacia allí se dirija (o de llenar el depósito del caracol)? Es fácil: lo tiene todo. Todo. Absolutamente todo. Trataré de ser breve... Aguanten, por favor.
Llegué a mi ciudad hacia el mediodía. Había oído algo sobre un pequeño aparcamiento al lado de la iglesia de la Santísima Trinidad, pero también acerca de un aumento recientemente del número de robos en dicho punto, así que me acerqué hasta un amplio parking, justo al lado de un Mercadona y un Lidl, y al lado también de una residencia para la vieja edad. Estaba al lado de una avenida con bastante tráfico, pero no excesivamente ruidosa, de modo que todas las noches que allí estuve (seis, en total) pude descansar sin problemas, junto con otros aventureros vehículos-casa similares al mío.
Salamanca posee (es mi opinión, claro) el núcleo antiguo más bello, espléndido y encantador de las ciudades españolas. Imposible edificar con mayor elegancia y contundencia sin perder expresión artística ni visión de conjunto; es como si las rocas, esos bloques sólidos de granito oscuro, tuvieran como única razón de ser servir de mampostería a catedrales, iglesias y demás edificaciones salmantinos, y nuestros antepasados hubiesen logrado la armonía perfecta entre robustez y gracia, y hubiesen decidido que Salamanca es el lugar idóneo para izar semejantes moles monumentales. Y aunque de arquitectura poco sé, la verdad, lo cierto es que no veo cómo habría podido hacerse mejor el corazón viejo de una ciudad...
Al visitar la Catedral, primero por el exterior, me hice un lío de mil demonios tratando de divisar qué parte correspondía a la Catedral Vieja, y cuál a la Nueva... Luego supe que aquélla estaba como encerrada dentro de ésta, oculta bajo los pilares de su hijastra. Hasta entonces, en el viaje, había entrado en casi todas las catedrales de las capitales (Toledo, Ávila, Zamora, etc,), y en todas había que dejar propina (lo cual, después de todo, no me pareció inadecuado), pero no así en Salamanca; allí puedes recorrer la espectacular planta de la suya, visitar las capillas, extasiarte ante la magnificencia artísticas (y el derroche, por qué no decirlo...) y sentir elevarse tu espíritu hacia lo alto de las inmensas columnas, sin abonar un céntimo. Otra benevolencia salmantina más (para entrar a la Catedral Vieja, eso sí, hay que dejar unas monedas...).
No podría nombrar todos los enclaves singulares que presenta esta maravillosa ciudad. No podría, ni querría, porque no serviría de nada; las palabras jamás le harán justicia, por ajustadas y evocadoras que sean... Mencionaré, pues, sólo algunos rincones que me fueron de especial relevancia, y cuyo recuerdo, casi un año después, es más intenso y vivo que nunca.
Primero, hablaré de las librerías. Las hay a patadas, desde luego, pero me pasé algunas horas, totalmente borracho por el olor a papiro, en dos muy singulares. La Librería Plaza Universitaria, en la Plaza de Anaya, a la sombra de la silueta catedralicia, contenía, entre muchos otros tesoros para estudiosos y eruditos, una de las colecciones que sueño (es de suponer algún día muy lejano...), poder tener en mi biblioteca: la selección de obras clásicas editadas por Gredos, encuadernados en tapa dura y cuyos precios astronómicos (para mi bolsillo) siempre han impedido que acceda a ellos. Creo que la dependienta me miró de reojo en más de una ocasión, ya que no paraba yo de manosearlos todos: el platónico Timeo, la Metafísica aristotélica, la Vida de Filósofos ilustres, de Diógenes Laercio, etc... De la segunda librería olvidé su nombre, pero recuerdo que estaba situada en la Calle de la Compañía, si no me falla la memoria, no lejos de la Casa de las Conchas; allí hice acopio de material vario (sobre mística, filosofía de la biología, cosmología y otras excentricidades...), gracias a unos precios muy asequibles, aunque a veces a causa de ejemplares que eran de mero expurgo bibliotecario... Había un verdadero caudal de rarezas, libros de los que nunca has oído hablar pero singulares y atractivos; me gasté un billete de los grandes, allí, y de tener más fondos hubiese llenado el caracol con montones de viejas obras que olían a papel antiguo y que, estoy seguro, ya habían iluminado y cautivado a más de uno...
En la Casa de las Conchas (en su interior, biblioteca pública) pateé sin parar sus crujientes tablas de madera ojeando el delicioso contenido de las estanterías y leí algo ávido la prensa (hacía bastantes días que me encontraba algo al margen del mundo...), temiendo encontrar un desastre o calamidad mundial. Lo que hojeé me dejó, como casi siempre, disgustado, confundido y sin ganas de volver a abrir un periódico... (la causa de ello me la guardo... no viene al caso). Después, cosa rarísima, me di un buen atracón de comida (potaje, albóndigas y postre casero... empezaba a estar harto de los macarrones, el arroz, y las lentejas) por doce miserables monedas, y luego me marché a visitar la magnífica Iglesia de San Esteban.
Al llegar la tarde (“varias de ellas”, de hecho, pues ciertas cosas que comento como si fuese una sola jornada las repetí otros días de estancia en la ciudad), quise hacer un alto en el Huerto de Calixto y Melibea. Lo curioso es que hallé a una Melibea, ataviada con una camiseta de John Lennon y sentada en uno de los bancos escribiendo lo que parecían postales... Nos miramos un par de veces persistentemente, pero yo no tenía a ninguna celestina cerca que arreglara el encuentro; así que, sin alcahueta, no había cita. Y no la hubo.
Ya por la noche, cuando regresé al caracol, encontré que muchos otros se habían acercado hasta él para acompañarlo; parecía una de esas congregaciones autocaravaneras que agrupan a algunas decenas de camaradas ruteros... Enseguida reconocí a uno de ellos, que en el foro de Acpasión se hace llamar “willibetis”, y fui a saludarle para conocerle... Y, enseguida, nos hicimos amigos. Un tipo amable, grande (en varios sentidos...) y entrañable... Conocí también a sus dos adorables mujeres (Carmen y Luna, ésta última de especie canina), y noté cierto cosquilleo de pérdida cuando dejó el parking y se marchó. Eso se llama amistad; cómo puede haber surgido tan rápido y tan intensamente, es algo que desconozco, pero así es... (¡Willi, Amigo, un abrazo muy fuerte desde aquí...!).
Hay cierta pintada, en uno de los murales del casco viejo, que reza algo así como: “En primavera, siempre volveremos a Salamanca”. Estoy a 620 kilómetros de distancia, apenas sin un céntimo (como quien dice...) pero esa frase resuena una y otra vez en mi interior. Siento que me llama; es lo de siempre. Hay algo tan mágico allí, se percibe el encanto de los siglos y de las aventuras que sus claustros y calles vivieron, que me resulta harto difícil no liar el petate, pedir prestada una limosna, e ir hacia ella con el ánimo encendido, rubor en las mejillas y fulgor en los ojos. Palabras puede que algo pedantes, pero completamente sinceras...
Podría seguir contando más circunstancias, encuentros, sensaciones y vivencias en y desde Salamanca, pero es innecesario. Un cuaderno de viajes como éste resulta baldío si no impulsa a quien lo lee a, de algún modo, ansiar ir hasta el lugar de que se habla. Y, si eso no se ha logrado ya aquí (y, de paso, he de decir que dudo que pueda lograrlo...), añadir palabras y más palabras de poco serviría: soy incapaz de honrar con palabras la memoria del tiempo que pasé, jubiloso y enamorado, en este pequeño edén de granito en el corazón del campo charro...
Ché, no sé cómo terminar esto, de verdad... Desconozco por qué, pero Salamanca es inigualable. Váyanse adónde quieran, visiten cualquier otra ciudad, paseen por la urbe más lejana y exótica que deseen y, sin embargo, Salamanca permanecerá como algo inconfundible y único, puro oro urbano.
“En primavera siempre volveremos a Salamanca”.
Que así sea...
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