miércoles, 27 de febrero de 2013

(25) La Alberca y Peña de Francia, mosquitos, diluvios e infinitud


Con urgencias ineludibles de vaciado “oscuro” abandono el pequeño paraíso de Fuenteguinaldo y dirijo pasos, atención y caracol hacia La Alberca, corazón y punto de partida de la Sierra de Francia. Nada más llegar me topo con dos compañeros ruteros, bastante mosqueados con el área del pueblo (ancha, llana y bien dotada), porque la rejilla para evacuar negras estaba hasta arriba... Parece que no tragaba bien. Por suerte, otro avispado compañero nos alza una trampilla que comunicaba precisamente con el desagüe de la rejilla de negras, y, así, todos podemos respirar tranquilos (literalmente, también...).

Un par de autobuses, que transportan escolares, ocupan también el área, pero hacia mediodía me quedo solo. Entonces, viene una camper holandesa, gobernada por una simpática pareja, que de inmediato saca un par de sillas y se dispone a zamparse su comida. Me ruge el estómago, pidiendo él también lo suyo, por lo que me preparo mi humilde manjar y, con la panza llena, descanso un rato para que baje la ración.


Después, mientras el pueblo descansa en la siesta, me lo recorro casi entero. Desde luego, no puedo entraren la iglesia (vaya horas...), pero en cualquier caso me impresiona la arquitectura de La Alberca, muy singular. No entraré en detalles, pero es sencillamente mágica. Como las fotos tampoco revelan nada, quien lea esto (¿lo hay...?) deberá ir allí para descubrirlo por sí mismo. No se me ocurre mejor recomendación...

Esa tarde me pasa entre paseos, lecturas, estudios y sesiones musicales, casi todo ello dentro del caracol. Por la noche, me lanzo pronto a la capuchina, a roncar, porque tenía en mente marchar a la mañana siguiente, bien temprano, a pie hasta el pico de la Peña de Francia, a nueve kilómetros de distancia y unos ochocientos metros más arriba de donde yo dormía en esos momentos. Así que necesitaba estar bien descansado...

Por tanto, la jornada segunda en La Alberca arranca antes de las ocho. Un azul sereno y profundo me saluda, como infundiendo ánimos... A tope de energía, bien desayunado e ignorante de lo que me esperaba, sigo las indicaciones y el GR-10, que transcurre por parajes de gran belleza, muestra sobre su trazado la inmensa mole a la que, por las buenas o por las malas, debía llegar.


La primera parte de la ruta es agradable, sin ninguna dificultad. La segunda, cuando empieza a ascender, requiere un poco más de esfuerzo, pero tampoco nada desmesurado. Pero hay un problema... y un problema no previsto, además: Mosquitos. Y moscas, también. Y no unas pocas; centenares, más bien. Incluso miles... Una plaga, vamos. Quizá reverberantes por la primavera de mayo, el caso es que te siguen allí donde vayas, pero no para hacerte compañía, sino para descender sobre tu testa, brazos y piernas (sudorosos todos...), e intentar depositar, allí, su repugnante (con perdón) progenie... La imagen sería cómica: un tío larguirucho, sin sombrero y con báculo torcido, ascendiendo por el empedrado sendero tratando de espantar los insectos a manotazos. Confio que nadie con cámara estuviese cerca en ese momento...



Pero, pese a la plaga de insidiosas alimañas chupa-sangre, al fin llego a la Peña. Estoy a 1.730 metros de altura. Medio desintegrado (no, corrijo: absolutamente desintegrado), pero llego. Yo suponía que, con la altitud, las bestias insectívoras ya no resultarían tan molestas, pero me equivocaba: allá arriba no eran miles, sino millones, las que pululaban. Nubes enteras de ellas, que se te metían en la boca y por la nariz... Un asco, vaya. Pero es el precio de la primavera. Y hay que pagarlo.

Busco refugio en el bar de la cima. Pido un Aquarius para recuperar sales, líquido y aliento (perdido en algún lugar del ascenso...), descanso a puerta cerrada, en el hall del bar, viendo estrellarse a los insectos en el ventanal de entrada... Engullo un par de plátanos y apuro las últimas avellanas, antes de salir a enfrentarme de nuevo al alud de bichos voladores.
















Por suerte, las vistas y el límpido cielo compensan todo. Entro en la iglesia, y en la “capilla blanca” (bajo a la cripta donde se halló la imagen de la Virgen; un lugar muy especial). Recobro fuerzas, me preparo (mentalmente) para la vuelta, y poco a poco, deshago el camino recorrido. Extrañamente, en el regreso no me sigue insecto ninguno... Es increíble, pero creo que los he echado de menos.



Creía que era un trayecto inmenso, pero no ha sido para tanto. Paciencia, un pequeño soliloquio a los bosques para hacerlo más llevadero, y al mediodía ya piso mi casa. Por fin. Una ducha reconfortante (sólo eso ya vale un millón...), gazpacho y un par de yogures para comer, lecturas y una siesta de casi una hora para que el cuerpo (y la mente) vuelva a estar fresco...

Pese a no ver una nube gorda en todo el día, por la noche escucho acercarse a los truenos. Parece que la tormenta va a ser fuerte. Me duermo bajo un diluvio aterrador, furioso, de órdago.

El crepitar del agua sobre el techo ayuda a dormir. Parece leña quemándose en el hogar.

2 comentarios:

Con autocaravana y sin ella dijo...

Hola. No se cómo no he descubierto antes este blog. He estado curioseando y leyendo. Tu forma de relatar los viajes y las experiencias es muy personal y me gusta. Desde hoy tienes una seguidora más.
Un saludo

elHermitaño dijo...

Gracias por tu comentario, un saludo, amiga... :)