domingo, 9 de octubre de 2011

(5) Sepúlveda y Burgo de Osma: naturaleza y elegancia



“Los límites de Segovia con Soria son de una belleza sobrecogedora. Con la sierra de Guadarrama al sur, como protegiéndolos de la urbe madrileña, la carretera N-110 discurre por parajes solitarios, agrestes y coloridos. En primavera los campos cerealistas verdean y adquieren un encanto especial, y el ambiente es tan agradable que puedes caminar durante horas por los senderos y las vías agrícolas sin fatiga alguna.

Todavía en la provincia segoviana, me detuve un momento en La Velilla. Tal vez fui algo torpe, porque lo hice justo enfrente de una tienda, la única del pueblo. No advertí que mi amiga caracola actuaba como obstáculo e impedía la vista de la tienda a los vehículos que llegaban en dirección contraria. Me fui tranquilamente a pasear entre las preciosas callejas, yendo hasta la orilla del río Cega, que bajaba con ímpetu por el deshielo de la sierra, y al regresar entré en la tienda para proveerme de pan y algún licor. Enseguida, el dueño, una vez comprobó de quien era aquella “caravana”, con malos modos me advirtió que le estaba estropeando el negocio... No me pidió que la quitara, simplemente que “era domingo y le estaba jodiendo su negocio”. Dicho con educación y otras palabras, yo habría pedido perdón de inmediato y adquirido viandas; tal como lo dijo, me largué recriminándole por lo bajo su grosería y sin dejar un céntimo. Fui el único borde que encontré en toda Castilla y León...

Sentía especial interés por Pedraza, así que me dejé caer por allí un par de horas. Pero la inmensa despensa de domingueros que encontré (salían de todas partes, de todas las tiendas, de todos los rincones...), y el volcado total del pueblo hacia el comercio turístico me hizo verlo con otros ojos, y no me agradó tanto como yo esperaba. Eso sí, la población es bellísima, y por una moneda me agencié un pan bien horneado y delicioso.

Adentrándome en los campos cerealistas, a través de carreteras locales en bastante mal estado, quise patearme ese infinito verde que aparecía entre nieblas y nubes bajas y, varado en el arcén, me demoré un buen rato envuelto en silencios que parecían consustanciales al lugar. Subí un pequeño promontorio, divisé el horizonte brumoso, y pedí el deseo de vivir por allí una temporada, Dios sabe cuándo...

La siguiente parada fue Sepúlveda, puerta de acceso al Parque Natural de las Hoces del Duratón. Decidí pernoctar en un pequeño parking, a las afueras del pueblo, muy sereno y tranquilo pese a la cercana carretera. El Parque es una delicia, sobretodo para los geólogos, o para quienes nos gusta admirar las obras naturales, las más asombrosas y maravillosas que quepa imaginar. Se trata de un sistema de cañones excavados por las aguas del rio Duratón al actuar sobre materiales fácilmente degradables, como las calizas y dolomías. Los paneles informativos del pueblo explican muy bien la formación y la diversa fauna (sobretodo aérea) y flora que presenta la región. Pero hacía tanto viento que apenas pude sostenerme en pie en el mirador, y las pelucas se elevaban como queriendo escapar de las crismas. Así que volví a casa para dedicar las últimas horas del día a observar el ocaso y leer un ratillo.



Como es habitual, dormí sin enterarme de nada, ni siquiera del frío. Urgencias domésticas resueltas (vaciado de aguas grises, compra de víveres, y cosas por el estilo), seguí camino hasta Burgo de Osma, donde creía recordar la existencia de un área de servicio para autocaravanas. Pero no. Sólo había un aparcamiento para autobuses, una fuente rota y nada más. Me las tuve que ingeniar para vaciar el depósito de sucias, y con las garrafas llené las limpias gracias a una fuentecilla del pueblo cuyo chorro de agua apenas era mayor que un hilo. Aún así, correspondido, di las gracias, y volví al parking, junto con algunas caracolas más.



Burgo de Osma es una población menuda, pero seductora. Su catedral (que aún pude visitar gratuitamente; estaba en obras, así que dentro de poco habrá que abrir el monedero para acceder...), mandaba e imponía respeto. Bordeado el casco antiguo por muros, penetrando se halla una bonita plaza, con un castillo en ruinas, numerosas iglesias, amplias avenidas para el paseo agradable, y algunas viviendas que deben tener más una centuria, a tenor de sus antediluvianos contrafuertes de madera carcomida. La biblioteca me permitió ponerme al día gracias a la prensa, y un supermercado cercano se me tragó un billete de los grandes. Pero, claro, hay que comer... Mi garbeo resultó algo desagradable, por un problema en la rodilla, de modo que preferí volver al refugio, y así no forzar más.

Una ensalada frugal, un par de yogures, una salida nocturna breve, y al catre. Y, mañana, más”.

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