lunes, 3 de octubre de 2011

(4) El Escorial: bosque de encuentros, y de ausencias



"Huyendo de las aglomeradas y estridentes urbes, y con ansias de recuperar, parte al menos, del tan venerado aire silencioso propio de las alturas, puse rumbo hacia El Escorial, a medio camino entre la capital nacional y mi destino final, ya en tierras castellano-leonesas.

Atravesé la población que da nombre al monasterio, quizá, más famoso de todo el estado, maldiciendo el adoquinado pavimento que hacía bailar platos y tintinear vasos en los armarios... Me perdí un par de veces, tratando de dejar atrás el templo religioso (ayer; hoy un mero recurso turístico) y hallar algún bosque retirado donde descansar y, también, perderme a gusto.

Un motorizado cartero, viendo mi cara de disgusto y extravío, me señaló con amabilidad un lugar para aparcar sin problemas el caracol; pero mi torpeza natural impidió que lo encontrara; sí tropecé, en cambio, con una pequeña planada frente a la entrada de un campo de golf, del que salían y entraban (en su mayoría cochazos alemanes a cuyos volantes iban bronceados, engafados, altaneros y opulentos ejecutivos, mamás cháchara, y parejitas monas.
Cocí mis macarrones mientras la cofradía del regadío inútil se marchaba a sus casas, pero la leve inclinación del sitio y la permanente circulación de gente me incomodaban, de modo que decidí patearme más tarde los alrededores en busca de otra zona más atractiva y conveniente a mis necesidades. Seguí un agradable sendero punteado por bancos y merenderos, y cuando él murió atravesé la carretera y llegué a un bosque esquelético y mudo que me atrajo de inmediato. Y, como una aparición, hizo acto de presencia una presumida ermita (cerrada, por descontado), junto a la que había un breve pero suficiente margen de tierra vacía para que se tumbara allí mi casa sin fatigas. Por suerte, una fuente cercana me proveía del agua vital, de modo que no podía pedir más.

Si acaso, que ese maldito generador aferrado a un árbol, no tan lejano como hubiese deseado, jamás hubiera existiera, pero quizá eso ya era demasiado. Así que agradecí el hallazgo, me incliné en reverencia al sol de la tarde y me dispuse a cruzarme todo el bosque de pelados miembros, en los cuales los primeros brotes verdes ya salían a la luz, expresión del agradecido fin invernal.

Calzado y abastecido con algunas viandas ligeras, perenne mochila a la retaguardia y pañuelo en la cabeza para evitar quemazones innecesarios, me encaminé colina arriba, con el propósito de ojear el rodeante escenario madrileño. A la vera de empinadas curvas aparecieron seductoras senditas que se torcían y giraban hacia el corazón de la floresta, que probablemente nunca descubriría, pero cuya imagen, real e imaginada, me bastó para, al menos, poder saborear levemente a la madre naturaleza, su grandeza, y dar gracias por ello.

Vi unas rocas salientes, si no me equivoco de género granítico, que sobresalían como vigilantes masas oteantes del valle, y a las que me encaramé a duras penas. Allí examiné lo circunvalante, me zampé un par de plátanos, y saludé asombrado a algunas ancianitas que paseaban por empinados riscos como si de un llano paseo urbano se tratase.

Al regresar divisé algunos vehículos adosados a mi casa, en ciertos casos parejas buscadoras de un refugio para sus vicios gustosos y adorables, otros meros escudriñadores, que nada mejor tenían que hacer, y un par de los infalibles borreguistas del ruido musical. Tardaron algo en largarse, pero al caer la noche ya no pintaban nada allí, de modo que quedé solo, como siempre, de no ser por el séquito de insectos, aves nocturnas y estrellas soñolientas, algo veladas por las copas de los árboles.

Decidí echarles un buen vistazo, a las estrellas (a las ninfas y náyades también busqué con ahínco, pero no hallé ninguna...), por lo que saqué la silla al exterior y, en silencio absoluto, las contemplé sin abrir la boca (¿a quién iba a decir nada, excepto a mí mismo..?).

Por un instante creí advertir un extraño movimiento, furtivo, entre los árboles. Pero no. Nadie más. Nada más. Silencio, soledad; sólo yo, sin aditivos. Ya vendrán las compañías.

Y, el viaje, prosiguió."

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