martes, 25 de octubre de 2011

(8) Tierras de Soria: perdido en Marte



Dejando atrás las espléndidas maravillas de San Baudelio, seguí atravesando las tierras sorianas con una mezcla de admiración y agradecimiento, y quedándome con la boca abierta en más de una ocasión. Aquellos parajes, totalmente inesperados para quien los recorre por vez primera, impactan de modo que es imposible olvidarlos, sobretodo si procedes de las húmedas y levantinas costas, pues éstas son opuestas en casi todo a aquéllas. El terreno, repleto de esos verdes bellísimos a causa de la siembra ceralista, nos acompañan en esta época vayamos adonde vayamos.

En Romanillos de Medinaceli me detuve unos instantes a llenar el depósito de agua (garrafas arriba y abajo, durante un cuarto de hora...), deshacerme de la basura y charlar un poco con algunos pueblerinos (el alcalde, entre ellos...). Uno de ellos sentía curiosidad, y les dije que no había problema en enseñarles por dentro el caracol, pero por pudor, o quizá temiendo que los tomara por unos entrometidos, al final declinaron. Medinaceli es un pueblecito encantador y colmado de rincones especiales, callejuelas estrechas, casas “blasonadas” (que me aspen si sé qué significa...) y, al menos mientras yo estuve allí, muy poca gente (gratitud, alivio...). Compré yogures y un par de buenas hogazas de pan y me rellené en el escueto parque, una vez superas el arco de la entrada. Aún di otra breve vuelta por el pueblo antes de regresar al santuario y dirigirme... hacia no sabía muy bien adónde.

Vagando sin rumbo fijo me acerqué hasta Arcos de Jalón, para provisionarme de algunos otros comestibles suculentos. De camino a la tienda, unas quinceañeras juguetonas me llamaron desde la distancia, saludándome y diciéndome algunas cosas que es mejor obviar... Yo me acordé de cuando justamente hacía lo mismo, y me reí por lo bajo. ¡Qué tiempos, qué vida más despreocupada, más libre y abierta...! En fin... Por la autovía se divisan las fantásticas gargantas del río Jalón, pero hay que verlas de cerca para advertir toda su grandeza; bien merecen dejar atrás los cuatro carriles y aventurarse por la secundaria, doy fe... Más tarde decidí encauzar el rumbo hacia Almaluez, pero el paisaje era demasiado estimulante y prodigioso como para pernoctar en un pueblo.



Por tanto, avancé despacio, y cuando detecté la entrada a un camino agrícola, frené y penetré en él, levantando espesas nubes de polvo a mi paso. Perseguí su marca unos centenares de metros más, hasta quedar varado en medio de un mar de campos de cereales, verdísimos y lustrosos. “¿Estoy en Soria o en Marte?”, pensé nada más bajar de la carroza y echar un vistazo a las montañas que me rodeaban. Secas, agrestes, arcillosas, no parecían de este mundo, o si acaso, me recordaban al Cañón del Colorado, o a esas imágenes que aparecen en la película
Easy Rider, mientras Peter Fonda y Dennis Hopper atraviesan las tierras de Arizona... De no ser por el pasto, algunos de los parajes son idénticos a los que pueden verse en las fotografías de Marte que los distintos robots exploradores del planeta (como el Spirit, o el Opportunity, por ejemplo) nos han brindado de la superficie del mundo rojo.



Aunque ya eran las siete de la tarde, no pude evitar patearme esas colinas y montes próximos, mientras el sol se acercaba al horizonte con rapidez. Advertí las rocas que componían el panorama pétreo, desmenuzables casi al tacto, supuse que compuestas casi todas ellas de arenas y arcillas, o quién sabe de si yeso o calizas porosas... Encontré, también, algunos cantos rodados, por lo que entendí que esas tierras, en su día, estuvieron bajo la influencia de un río, hoy desaparecido. El viento soplaba con fuerza, llevándose consigo las nubes y alzándome la peluca, mientras veía a lo lejos un tractor, que se marchaba a casa tras un día de faena irrigando los campos.



Con la tenue luz del crepúsculo cené y, previo al sueño, prolongué a pie el camino agrícola, ya de noche, iluminado por la Luna... sólo veía el surco del sendero, y las imponentes e increíbles formaciones rocosas que parecían abalanzarse en torno (había varios peñascos despegados de la mole principal...), y creí oír extraños ruiditos a mi espalda, como leves siseos...pero en realidad todo era la magia de la oscuridad, claro. Cuando el frío apareció, y las estrellas tremolaron en el cielo, decidí volver a casa.



Y, entonces, pensé: “gracias a ella, a esta casa rodante (no la puedo considerar mía; no es una propiedad, algo que poseo... es otra cosa, muy distinta...), he podido disfrutar de esto; estar aquí (allí) todo el tiempo que quiera, abrazar esa tierra inmensa sin nada a cambio. ¿Qué es, entonces, el coste de su adquisición, a lado de ello? Nada, una minucia, una propina”. Y así es, porque una noche como ésta vale más que el precio que pagué por ella... Porque estar aquí, amigos, es ser rico, enriquecerte, pero para siempre...

Jamás he dormido mejor que aquella noche
.”

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