domingo, 25 de diciembre de 2011

(14) Fermoselle, la belleza del granito



El paisaje ha cambiado en los últimos días; o mejor dicho, lo percibo de forma distinta. Ahora aprecio más claramente las dehesas, esos cotos vallados donde pastan a sus anchas las venerables vacas; inmensos bloques de granito penden del vacío, como a punto de caer, y adquieren figuras extrañas; los riachuelos y los charcos aparecen por doquier... el agua brota generosa en esta tierra. Y el cielo, el cielo es infinito, aquí. Pero del cielo hablaré en otra ocasión. Hoy, es el turno de Fermoselle.

Fermoselle besaría Portugal si no fuese por un excavado y profundo Duero que separa ese país del nuestro. El entorno es fabuloso, de una belleza y espectacularidad tales que describirlo es poco menos que un sacrilegio. Y ello pese a que llegué un día con nubes horrorosas, llovizna y poca luz solar. En un primer momento el pueblo, descansando sobre un risco, no dejaba demasiados huecos para el asueto de vehículos como el mío, por lo que proseguí hasta la salida, a ver si mejoraba la suerte. Y así fue. Emergió el cementerio, y justo al lado una estrecha explanada, donde un camión gigantesco estaba muriendo poco a poco. A mi vera, asimismo, reposaba la ermita de la Soledad, que me ofrecía “protección” espiritual, y con el pueblo apartado (moviéndose toda la gente en la lejanía, por tanto), era casi más de lo que podía pedir. Me di por satisfecho.

Un garbeo por los campos anejos, tratando de aspirar (un poco, solamente) el olor a estiércol mojado por las lloviznas, me llevó al cabo de una hora a las calles y mausoleos pétreos de Fermoselle, cuyo aspecto encumbrado y sólido, como de fortaleza, imponía respeto y hacía pensar en quienes hicieron posible esa edificación imponente tan lejos de cualquier urbe conspicua.

Las Arribes son una auténtica maravilla natural. Ya las conocía, de cuando hice un campo de trabajo en Trabanca allá por el 2003, pero volverlas a ver no les resta un ápice de espectacularidad, ni de belleza. Me referiré nuevamente a ellas, y con mayor extensión, en una entrada futura, al hablar de Aldeadávila de la Ribera. Pero ahora merece ser comentado que quien viaje a Zamora o Salamanca no puede soslayar, jamás, una buena visita a este templo de la geología; so pena de que le acusen, más tarde, de no haber visto nada. Ya sea asomándose al risco más vertical, o yendo hasta la base del agua, o cómodamente sentado en el barquito que lo atraviesa, uno debe empaparse de esa formación increíble; no sólo verla, sino sentir la fuerza de la naturaleza que la ha hecho posible.



Por la tarde, relativamente temprano, subí a un par de miradores, también, porque no quería (ni debía) prescindir de las alturas. Mientras merendaba mis plátanos en uno de esos miradores, notando el frío y maldiciendo la tormenta que, creía, se avecinaba, apareció como de la nada un hombre, que por el acento parecía catalán, y se puso a disertar acerca de la magnificencia del lugar, de su encanto y tal... Yo no podía estar más de acuerdo. Aunque el individuo me resultara un poco latoso (¿para qué negarlo?), le di conversación, porque parecía solo y, además, con soledad mal llevada, por lo que me compadecí y charlamos un rato, hasta que vi la negrura total cernerse sobre nosotros, y marché a toda prisa por los adoquinados hasta regresar a la caracola...

Pero no llegué a tiempo. El diluvio se desató, y pese al paraguas, acabé duchado gratis y con generosidad por la misma madre naturaleza que antes había admirado en las Arribes. Tuve que colgar mis pantalones y mi jersey en los asientos de la cabina, y la chaqueta con una percha sobre el retrovisor, para tratar de secarlos un poco (podía darle al botón de la calefacción, pero me habría asado...).

Cuando amainó se acercó otro hombre, un vejete que conducía la Citroën C-15 que aparece al fondo en la primera imagen, aconsejándome que me retirara de allí porque estaba previsto una procesión religiosa de Semana Santa, y la comitiva giraba justamente en torno a la cruz de la capilla, llevando a sus espaldas una pesada imagen de la Virgen. Le agradecí el aviso y me retiré unos metros más atrás, justo pegado al pobre camión abandonado. Yo suponía que no habría tal procesión, dada la cargada atmósfera, y así fue: pero no desistieron al día siguiente; con un sol titubeante y animados por las voces de las feligresas, los esforzados lugareños trasladaron la imagen sagrada y le dieron la vuelta acordada, para bendecir la nueva primavera (yo lo veo así; soy pagano...) que acababa de nacer.

La noche fue lluviosa, gélida (aunque el calendario marcaba un 21 de abril...) y usé una manta, además del saco de dormir, porque el frío y lo humedad se filtraban por el caracol... Sin embargo, descansé fabulosamente bien, acompañado, una vez más, por las almas de los difuntos (el cementerio estaba muy cerca, quiero decir...), sin molestias de ninguna clase y bajo la mirada amparadora de la cruz. Sentía, además, la furia del cielo a cañonazos líquidos sobre mi cabeza (o, mejor dicho, sobre la de la caracola...), así como las resueltas aguas del Duero allá a lo bajo, siguiendo una vez más su camino hacia el mar, comiéndose un poco más el granito, alimentándose quizá con él...

Ellas seguían su camino; y yo el mío. Mañana, otro paisaje al despertar.

Esto no tiene precio...

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