lunes, 2 de enero de 2012

(15) Trabanca y alrededores, tormenta de luz y color



Abandono Fermoselle temprano, aún bajo la égida maldita de las lluvias, y adquiero mi insoslayable hogaza de pan, ese pan fabuloso y digno de conservarlo en una vitrina para el resto de los días, en un pequeño horno al lado de la carretera principal, atendido por Alicia, una muchacha de (supongo yo) quince o dieciséis años que, si quiere, me temo que tendrá a todos los mozalbetes del pueblo en su mano cuando le dé la gana...

Atravieso el embalse de La Almendra, donde me propongo regresar con más tiempo algún día (lo hice, ya lo contaré...), pero aún así me detengo un rato para admirar sus espectaculares paredes verticales de hormigón, el depósito gigantesco de agua bajo mis pies, y los serenos pececitos que medran en ella sin desconfiar de cañas o sedales cayendo de los cielos...

Llego a Trabanca, a mi juicio cima de la tierra salmantina profunda, lugar en donde estuve casi una década atrás, junto con un grupo de jovenzuelos de distintos países haciendo un Campo de Trabajo, que consistía en edificar un pequeño margen de roca anexo al campo de fútbol (margen que puede verse en la primera foto, pues está hecha justo entonces). Guardo muy buenos recuerdos de aquellos quince días: el sudor por las mañanas acarreando rocas y apilándolas; la tarde en común haciendo actividades manuales diversas, y las noches libres paseando por los alrededores y contándonos tonterías bajo esa luz increíble de las estrellas charras, sin contaminar por urbes ni farolas estúpidas.

No obstante, ese paraíso de silencio, calma y sensación de vivir tiempos de antaño ha cambiado. Porque llego en plena Semana Santa, y es imposible hallar un hueco libre en el pueblo: centenares de coches aparcados de cualquier manera, todo una muchedumbre arriba y abajo, algarabía sin cesar y algún que otro “bum-bum” odioso transfiguran mi recuerdo de Trabanca. Además, han organizado una Feria de la Artesanía, a la que acudo y entro por curiosidad, pero que no me transmite nada: yo quiero “la otra” Trabanca, la de las calles solemnes, los carros en las puertas de las casas, aquella en que veías un coche cada hora, y a los lugareños saludándote al pasar, o aquel poeta del pueblo (ya no recuerdo su nombre...), que nos recitaba de memoria sus poemas, a los 94 años de edad... Con todo, decido explorarla, por supuesto. No es fácil, sin embargo: hallo, tan sólo, un punto libre, al lado de la Iglesia, donde aparco la caracola, pero enseguida una señora aparece en el marco de su puerta a recriminármelo porque, dice, “le estoy tapando la vista de la gente en la calle” (sic)... Me disculpo y arranco de nuevo, dando un par de vueltas antes de detenerme, finalmente, al lado mismo de la carretera.

Espero el fin de la lluvia y a que los turistas hagan un poco de vacío, y comienzo la caminata por sus calles. Entro en una antigua fraga, en donde un par de mozos daban forma, con brío, al caliente hierro; paso al lado de la Casa Rural La Solana de Arribes, donde estuve alojado en el Campo de Trabajo (y donde comimos, yo y todos, fabulosamente, gracias a las generosas y ricas raciones proporcionadas...); me acerco al frontón, donde jugué algunas partidas con compañeros del Campo; también echo un vistazo al lugar de “trabajo”, y, por una extraña coincidencia (o no...) me topo con Jose, el capataz del Campo, quien siempre nos azuzaba a que moviéramos más el culo, tras la resaca de la noche anterior, y que en cuanto veía a algún miembro del grupo escurrir el bulto y salirse del área de faena le soltaba un sonoro “peeeero ¿adóoonde vaaaaas?” y le cogía del brazo trayéndolo de vuelta junto a la pila de rocas. Él no me reconoció, pero yo sí: le llamábamos “Zinedine”, por su similitud física con el jugador de fútbol francés... Me alegró mucho volver a charlar con él, y coincidimos en que, aunque buena para el pueblo, ni a él ni a mí nos agradaba la masificación sufrida por esa villa fascinante.



Me despido de Jose, acabo mi excursión por las calles y, sin desear para nada pasar allí la noche, dado el tumulto, me dirijo hacia los alrededores, acercándome a los campos vallados que delimitan las dehesas. Veo una entrada cualquiera, un camino de tierra y, me digo, “por ahí”. Y, en cuanto hallo el más nimio espacio, una encrucijada de caminos, allí me detengo. Algo inclinado, por una ligera pendiente, pero muy a gusto. Allí siento que estoy en Trabanca, otra vez. Allí, sí.



El cielo no estaba para bromas, y aunque al mediodía descargó un buen chaparrón, al poco las nubes empezaron a desgajarse, tras las cuales se adivinaba un azul profundo y nítido, seña de identidad castellano-leonesa.



Marcho, tras comer, por esos senderos, acercándome a las amistosas vacas, que me miran entre desconfiadas y juguetonas, mientras de reojo yo no dejaba de controlar el negro firmamento, por si se le ocurría aligerar carga líquida sobre mi cabeza...



Como decía, sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos el lóbrego firmamento deja paso a la luz de la estrella y al cielo abierto; y vuelve la temperatura agradable, tanto que hago una buena colada allí mismo (no había nadie más, al parecer, hasta donde alcanzaba la vista...). Así que lavo, sacudo bien el barreño (para imitar el “efecto lavadora”...) durante diez minutos, escurro al máximo y, ayudándome de los postes de hormigón que cercan la dehesa, tiendo la ropa y espero a que Ra haga el resto.



Mientras la ropa derramaba su humedad me marcho de nuevo a hacer un paseíllo, otra vez junto a las vacas, y me meriendo el par de plátanos por esos andurriales, en un pequeño arroyo junto al que me senté, cautivado por el cielo, que parecía mudar a cada instante, configurándose de modo distinto cada vez que lo miraba.



Esto es lo que yo buscaba: este cielo eterno, infinito, abierto a toda la luz y color creado alguna vez, que parece aglutinarse aquí, en esta tierra, como en ningún otro sitio.



Regreso a casa, recojo la ropa, quito la cuerda, saco una silla y leo unas páginas mientras el sol muere poquito a poco, maravillándome por enésima vez de la imagen que ofrecía el cielo...



Refresca casi enseguida, una vez el sol desaparece, de modo que me refugio dentro del hogar, y espero a que la noche llegue. No puedo evitar, sin embargo, dar aún otro buen paseo nocturno, amenizado por búhos y ruiditos extraños (¿las vacas, animales sueltos, algún ser extraño?).

Ya acurrucado y cubierto con una suave manta, sin ánima ninguna a cuatro kilómetros a la redonda, casi perdido, me acuesto a la medianoche y duermo como un tronco. ¿Miedo, inseguridad, temor? Pues no; corroboro lo que rezaba, aunque de modo algo afectado, el epitafio de la tumba de un astrónomo aficionado: “He amado demasiado a las estrellas como para temer a la noche”.

Trabanca, esa preciosa e irrepetible tormenta de luz, color, y belleza...

Habrá que volver, ¿verdad?

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