"Sólo es una pequeña travesía, una distancia totalmente insignificante..." (Charles Dickens)
domingo, 25 de diciembre de 2011
(14) Fermoselle, la belleza del granito
El paisaje ha cambiado en los últimos días; o mejor dicho, lo percibo de forma distinta. Ahora aprecio más claramente las dehesas, esos cotos vallados donde pastan a sus anchas las venerables vacas; inmensos bloques de granito penden del vacío, como a punto de caer, y adquieren figuras extrañas; los riachuelos y los charcos aparecen por doquier... el agua brota generosa en esta tierra. Y el cielo, el cielo es infinito, aquí. Pero del cielo hablaré en otra ocasión. Hoy, es el turno de Fermoselle.
Fermoselle besaría Portugal si no fuese por un excavado y profundo Duero que separa ese país del nuestro. El entorno es fabuloso, de una belleza y espectacularidad tales que describirlo es poco menos que un sacrilegio. Y ello pese a que llegué un día con nubes horrorosas, llovizna y poca luz solar. En un primer momento el pueblo, descansando sobre un risco, no dejaba demasiados huecos para el asueto de vehículos como el mío, por lo que proseguí hasta la salida, a ver si mejoraba la suerte. Y así fue. Emergió el cementerio, y justo al lado una estrecha explanada, donde un camión gigantesco estaba muriendo poco a poco. A mi vera, asimismo, reposaba la ermita de la Soledad, que me ofrecía “protección” espiritual, y con el pueblo apartado (moviéndose toda la gente en la lejanía, por tanto), era casi más de lo que podía pedir. Me di por satisfecho.
Un garbeo por los campos anejos, tratando de aspirar (un poco, solamente) el olor a estiércol mojado por las lloviznas, me llevó al cabo de una hora a las calles y mausoleos pétreos de Fermoselle, cuyo aspecto encumbrado y sólido, como de fortaleza, imponía respeto y hacía pensar en quienes hicieron posible esa edificación imponente tan lejos de cualquier urbe conspicua.
Las Arribes son una auténtica maravilla natural. Ya las conocía, de cuando hice un campo de trabajo en Trabanca allá por el 2003, pero volverlas a ver no les resta un ápice de espectacularidad, ni de belleza. Me referiré nuevamente a ellas, y con mayor extensión, en una entrada futura, al hablar de Aldeadávila de la Ribera. Pero ahora merece ser comentado que quien viaje a Zamora o Salamanca no puede soslayar, jamás, una buena visita a este templo de la geología; so pena de que le acusen, más tarde, de no haber visto nada. Ya sea asomándose al risco más vertical, o yendo hasta la base del agua, o cómodamente sentado en el barquito que lo atraviesa, uno debe empaparse de esa formación increíble; no sólo verla, sino sentir la fuerza de la naturaleza que la ha hecho posible.
Por la tarde, relativamente temprano, subí a un par de miradores, también, porque no quería (ni debía) prescindir de las alturas. Mientras merendaba mis plátanos en uno de esos miradores, notando el frío y maldiciendo la tormenta que, creía, se avecinaba, apareció como de la nada un hombre, que por el acento parecía catalán, y se puso a disertar acerca de la magnificencia del lugar, de su encanto y tal... Yo no podía estar más de acuerdo. Aunque el individuo me resultara un poco latoso (¿para qué negarlo?), le di conversación, porque parecía solo y, además, con soledad mal llevada, por lo que me compadecí y charlamos un rato, hasta que vi la negrura total cernerse sobre nosotros, y marché a toda prisa por los adoquinados hasta regresar a la caracola...
Pero no llegué a tiempo. El diluvio se desató, y pese al paraguas, acabé duchado gratis y con generosidad por la misma madre naturaleza que antes había admirado en las Arribes. Tuve que colgar mis pantalones y mi jersey en los asientos de la cabina, y la chaqueta con una percha sobre el retrovisor, para tratar de secarlos un poco (podía darle al botón de la calefacción, pero me habría asado...).
Cuando amainó se acercó otro hombre, un vejete que conducía la Citroën C-15 que aparece al fondo en la primera imagen, aconsejándome que me retirara de allí porque estaba previsto una procesión religiosa de Semana Santa, y la comitiva giraba justamente en torno a la cruz de la capilla, llevando a sus espaldas una pesada imagen de la Virgen. Le agradecí el aviso y me retiré unos metros más atrás, justo pegado al pobre camión abandonado. Yo suponía que no habría tal procesión, dada la cargada atmósfera, y así fue: pero no desistieron al día siguiente; con un sol titubeante y animados por las voces de las feligresas, los esforzados lugareños trasladaron la imagen sagrada y le dieron la vuelta acordada, para bendecir la nueva primavera (yo lo veo así; soy pagano...) que acababa de nacer.
La noche fue lluviosa, gélida (aunque el calendario marcaba un 21 de abril...) y usé una manta, además del saco de dormir, porque el frío y lo humedad se filtraban por el caracol... Sin embargo, descansé fabulosamente bien, acompañado, una vez más, por las almas de los difuntos (el cementerio estaba muy cerca, quiero decir...), sin molestias de ninguna clase y bajo la mirada amparadora de la cruz. Sentía, además, la furia del cielo a cañonazos líquidos sobre mi cabeza (o, mejor dicho, sobre la de la caracola...), así como las resueltas aguas del Duero allá a lo bajo, siguiendo una vez más su camino hacia el mar, comiéndose un poco más el granito, alimentándose quizá con él...
Ellas seguían su camino; y yo el mío. Mañana, otro paisaje al despertar.
Esto no tiene precio...
domingo, 11 de diciembre de 2011
(13) Zamora, núcleo románico
Zamora no tuvo el menor efecto positivo en mi psique en un primer momento. Al entrar en ella llovía (me afecta no poder contemplar el sol...), había brumas y hacía frío, y llevaba más de veinte minutos dando vueltas inútiles tras la pista de una supuesta área para autocaravanas. Al fin me di por vencido, y aparqué en una especie de parking, a la vera del Duero... y resultó que eso era él “área”. Es decir, hallé cuando no busqué. Buena enseñanza para el futuro...
Cogí el paraguas y salí a inspeccionar el terreno. No me desagradaba, la zona, excepto por un no lo suficientemente lejano ruido de motor o generador (estaban realizando obras para construir un nuevo puente sobre el río, según supe más tarde), pero que dentro del hogar no fastidiaba demasiado. El entorno resultaba tranquilo, pese a los coches zumbantes. Decidí pasar la noche. Sería la primera de una serie de siete que, a intervalos, disfrutaría allí.
Quise ver la catedral, por supuesto, y las dos monedas que gasté en ello me parecieron, como otras veces, ridículas, ya que me permitieron asombrarme, una vez más, del tremendo esfuerzo por elevar un edificio tan monumental... y, a continuación, preguntarme también si fue necesario, si el recogimiento y el sentimiento religioso no pueden experimentarse en contextos más modestos y austeros, o mejor, si éstos guardan realmente relación alguna con el alzado de majestuosos templos o únicamente son auténticos y se sienten “como en verdad son” en la soledad de uno mismo, en una colina, o admirando el sol y las estrellas. En fin... Más tarde accedí igualmente a un par de iglesias, y pateé todo el núcleo antiguo, las callejuelas y parques diversos que delimitan el recinto amurallado. Y entonces, empezó a gustarme, y mucho, Zamora.
Aquella noche iba a jugarse la final de la Copa del Rey de fútbol y, cosa rara, me marché a cenar a un bar. Sólo aguanté media parte. Demasiado jaleo, no podía observar ni escuchar nada (debí suponerlo...), y me rodeaba una hatajo de forofos (merengues, en este caso). Salí a respirar aire fresco, y me imaginé el partido a través de la radio del caracol. Al término del mismo, saqué el saco y me las apañé para dormitar unas horas hasta el amanecer. Ése fue mi primer día en la capital.
Regresé en otras ocasiones, como he mencionado, a lo largo de un mes que estuve dando vueltas por Zamora y Salamanca (ya iré comentándolo...), y esa ciudadela, ese bastión del románico y vigía del Duero fue atrayéndome y cautivándome cada vez más. La pena es que mi retorno fue motivado, en parte, por asuntos académicos, y no pude gozar de la ciudad como se merecía. Aún así, mientras trataba de no volverme loco ante las páginas de Deleuze y me tragaba el programa formalista de Carnap y las sandeces de la pragmática filosófica, aparcado como estuve durante casi una semana justo al lado de la iglesia (románica, cómo si no...) de San Frontis, pude echarme unas buenas caminatas por la vera del gran río, atravesé mil veces el puente de piedra, contemplé a los indignados y leí sus reprobaciones y recriminaciones, y me escabullí por iglesias y bibliotecas buscando mis ratos de silencio y soledad.
El estudio fue a ratos tedioso, pero había siempre movimiento a mi alrededor, que por lo menos amenizaba la indigesta ración de literatura metafísica: gentes arriba y abajo con sus perrazos, gatos que me miraban desde los muros, rayos y truenos que caían del cielo con salvaje estruendo, y esa lluvia vespertina que aparecía sin preaviso y desaparecía al segundo. Además, las nubes castellano-leonesas son únicas y especiales, algodones de agua y aerosoles creciendo tras el mediodía hasta formar monstruos nubosos espeluznantes y bellos. Ante ese panorama la ontología del ser social, y las raíces posmodernas y la crisis de la razón clásica no pueden más que quedarse en un segundo plano... Me interesa, claro, pero lo que hay allá arriba no tiene parangón...
Mis exámenes salieron bastante bien. Fue casi un milagro; teniendo en cuenta el escaso tiempo dedicado, las horas que pasé escuchando música bajo la atronadora sinfonía de rayos, y mi mente vagando sin cesar, no acabo de entenderlo. O sí. Porque, creo, Zamora tuvo algo que ver. No sé cómo, pero influyó estar allí, en esa ciudad remota, breve y que segrega arte y candor a cada calle.
¿Habrá un aura especial sobrevolando Zamora, una singular fuerza que brota del suelo e invade la urbe y produce un efecto benéfico? Sí, suena a chorrada new age, por supuesto, pero algo de ello debe ser verdad. Ir allí fortalece, revitaliza y abandonas ese diminuto núcleo renovado, ansiando regresar ya.
Jamás pensé que pudiera sentir algo así por una ciudad. Sólo Salamanca (ya lo glosaré en su momento) tiene un encanto superior, mas Salamanca es inigualable, en casi todos los sentidos, a mi juicio. Pero Zamora nos dejará con la boca abierta, a poco que despejemos mente y espíritu.
No os defraudará. Me juego el cuello...
domingo, 27 de noviembre de 2011
(12) San Román de Hornija, catolicismo y generosidad
Poco amigo de las ciudades, soy. O, mejor: las tolero en pequeñas dosis; a continuación requiero del contacto con campos abiertos, pequeños pueblos y montañas en lontananza. Por eso, tras hollar Palencia, era necesario un cambio de aires, y adentrarme en la tierra leonesa ajena a las urbes.
He pasado por Toro, con la esperanza de recorrerla en detalle, pero mi torpeza en tropezar con un buen sitio para aparcar lo han impedido; por alguna razón que desconozco, además, no he encontraba a gusto, como incómodo, desubicado. Quizá por la lluvia, ligera pero sin pausa. El caso es que echo un vistazo en marcha (ridículamente insuficiente, claro), y prosigo por extraños caminos agrícolas, como ansioso por encontrar el lugar idóneo, sin lograrlo.
Un par de vueltas desconsoladas en torno al cornúpeta me llevan hasta San Román de Hornija. Estaciono junto a un imponente edificio, en cuya entrada puede leerse, si mal no recuerdo: “Centro de educación católica gratuita”. Hubo, supongo, muchos similares con la consigna de no dejar pasar a nadie si no pagaba la mensualidad... cosas de la Iglesia, entiéndase. Si, de igual modo no me falla tampoco la memoria, creo que ahora es gratuito y abierto para cualquiera, sea creyente o no. Como debe ser.
A unos pasos se distingue el perfil de una iglesia singular; descubro que fue levantada en tiempos visigodos, nada menos (siglo VII, en principio como monasterio, en los años del rey visigodo, Chindasvinto), algo que me sorprende pero que es usual en las tierras vallisoletanas. La iglesia conserva, como es lógico, una larga historia entre sus paredes. ¿Cuántas plegarias y sermones habrá escuchado? ¿Cuántas lágrimas de pasión religiosa, o de terror ante desgracias mundanas, habrá visto aparecer...? En una capilla anexa veo un pequeño grupo de niños, no mucho mayores de cinco años, escuchando al párroco, que supongo les está instruyendo sobre credos y demás programática educacional eclesiástica.
Después me muevo por los exteriores, adquiriendo perspectiva, y al caer la tarde me entero de que, justo detrás de donde estaba estacionado, hay una panificadora. Estaba algo escaso del alimento divino (para mí lo es... no hay ninguno igual), así que me acerco y pregunto. Como era de esperar, no les quedaba nada, ni siquiera un mendrugo pequeño. Pero ya volvía al caracol cuando, de repente, oigo a mis espaldas que me llaman. Era el dependiente (dueño del establecimiento): había recordado que tenía un pan redondo de ayer en alguna parte, algo duro, pero aún comestible. Me ofrezco a pagarlo, por supuesto, pero él, muy amablemente, me dice que en absoluto, que me lo regala. Agradecido, me hago con algunas magdalenas y le pregunto cuándo abre mañana para comprar pan y unas cosas más. Con su gesto, ya ha conseguido un cliente de por vida (aunque vaya una vez cada cinco años... o aunque no vuelva nunca), y además siempre hago y haré buena publicidad del pueblo y su panificadora. Es el resultado de la generosidad; en cambio, aquel cretino de La Velilla (entrada número 5) nunca me verá entrar en su tienda de nuevo... y aviso a todos de lo que pueden esperar si se les ocurre aparcar en cualquier lugar inoportuno que le impida a aquel buen señor consolidar su floreciente negocio... En fin, dejémoslo.
Doy unas vueltas más antes del ocaso, guarneciéndome de la lluvia molesta, que no cesaría completamente hasta la mañana siguiente. Unas páginas intragables de Metafísica, la cena y al catre. Muchos pueden decir que éste es un pueblo más, uno de entre los innumerables que jalonan geografía y cielo nacional, y que nada tiene de especial o de importancia como para quedarse allí una noche, y mucho menos día y medio.
Se equivocan. Precisamente esos pueblos, a primera vista ordinarios, vulgares, puede que rácanos en belleza o monumentalidad, atesoran una historia de siglos (cuando no un milenio, o todavía más), y un pasado que nos une, a todos... Es difícil apreciarlo, detectar en ellos, hoy repletos de calles sin encanto, tal vínculo, pero por dichas calles se forjó, un día, parte de nuestro ayer, un tiempo que dio lugar a lo que ahora somos. En cada calle, en cada esquina, hay una brizna de nuestra esencia. Allí nacimos, de algún modo, aunque hoy no sea más lo que veamos no sea más que una insignificante travesía colmada de hormigón e inundada de casas unifamiliares.
Una vez entendemos esto, no hay lugar pequeño, ni pueblo trivial.
Ninguno en absoluto.
martes, 15 de noviembre de 2011
(11) Palencia, urbe caracolera
Me había ido acostumbrando a encontrar, en las capitales de provincia, espacios en general poco acondicionados para los caracoles ruteros que a ellas llegaban (tal vez porque no he conocido demasiadas, hasta el momento). Había excepciones, pero lo más habitual era un simple parking asfaltado, y poco más. Por ello me sorprendí muchísimo cuando, nada más alcanzar la urbe palentina, una buena señalización me permitió hallar un área gratuita con todos los servicios básicos, bien construida, amplia e iluminada generosamente.
Tras aparcar, en medio de un par de caracoles extranjeros, vacío las aguas negras cuando es mi turno (había una pequeña cola...), haciendo lo propio con las grises más tarde, y como viendo cómo iban saliendo y llegado otras autocaravanas de todo año, tamaño y nacionalidad. Sin embargo, todas ellas albergaban parejas muy entradas en décadas... Sigo a la espera de toparme con alguien de mi edad.
Descanso unos minutos y de inmediato me calzo y salgo a patearme las calles. Palencia es sobria, sencilla, aunque bonita. Tal vez no logra la elegancia de Salamanca, ni posee el imponente perfil amurallado de la capital abulense, ni tampoco es tan rica en espacios singulares como Toledo, pero conserva su encanto; sólo por su Universidad, fundada en el siglo XIII (1208), la primera en España, ya merece la visita.
Me adentro en la biblioteca para hojear los diarios y mirar el correo en Internet (llevaba más de quince días bastante desconectado... y no sólo en el sentido cibernauta...). Seguidamente localizo la zona antigua y paso por un par de iglesias antes de inspeccionar la catedral. Sin darme cuenta, no pago la entrada (ignoraba que era necesario), y piso el suelo del monumento durante bastante rato hasta que una señora, algo antipática, me avisa de mi entrada furtiva, y me hace abonar el par de monedas del costo de la entrada. Pago (claro) y prosigo mi ruta por el templo notando ya algo de cansancio, tal vez debido a la matinal sesión de limpieza, o al trayecto recorrido desde Santo Domingo (varios tramos en obras... ha habido que detenerse en algunos momentos), o que a quizá con dos semanas de viaje intenso el cuerpo ya no está tan fresco como el primer día. De modo que regreso, escucho las noticias radiofónicas (deprimentes, casi siempre...), ceno y me cubro con las mantas, pues el ambiente era frío, pese a vivir ya en plena primavera.
El cuerpo puede flaquear. Es natural. Mas el ánimo, la voluntad y el ansia de explorar y seguir conociendo estas tierras no conocen la debilidad. Son eternas. Nunca se agotan.
Por lo tanto, mañana a las siete todos despiertos. Adónde iremos, como siempre, sólo el Hado lo sabe...
viernes, 11 de noviembre de 2011
(10) Santo Domingo de Silos, oración en paz
"Tras la noche, perturbada por un inquietante sueño (un hombre ante un verdugo, y los dolores propios y ajenos...), sigo la carretera N-234 en dirección a Santo Domingo de Silos. Antes transito por las desviaciones que llevan al Cañón del Río Lobos, y a la Sierra de la Demanda, donde no puedo detenerme, desgraciadamente. Lamento no poder ir allí, lugares que merecen visita, sin duda, pero no se puede vivir todo, ni ir a todas partes.
Previo a llegar al pueblo de hoy, atravieso la espectacular garganta del río Mataviejas, en la que a veces cuelgan pedazos de roca que casi rozan el techo de la autocaravana... Algo peligroso, pero muy emocionante. En Santo Domingo disponemos de un buen párking para pernoctar, desde el que tenemos una buena panorámica de la población.
Es precioso; por supuesto. El pueblo perfecto, de hecho. Apto para espíritus silenciosos que requieren de paz, belleza, montaña y oración. Calles estrechas, casas encantadoras, amplios cielos, sol poderoso, ríos y agua por doquier. Y el Monasterio, claro. Lo he visitado por la mañana, antes de cerrar, después de un vuelta introductoria al poblado. 3,5 euros me costó la entrada; un monje simpático nos ha ofrecido (a todo el grupo), una completa explicación de los detalles artístico-religiosos del claustro. Al final de la charla le he preguntado qué habría que hacer para entrar a vivir en un monasterio como aquel: ser católico, haberte confirmado y poseer una recomendación del párroco local como demostración de que, en los dos últimos años por lo menos, has hecho méritos y votos. Una pena, no tengo (ni tendré nunca...) ninguno de esos requisitos...
Por la tarde, una vez comido y descansado, subo a la ermita, desde donde se aprecia el entorno fantástico que nos rodea. Como hacía tan buen tiempo, decido proseguir el camino a pie, hacia arriba, adentrándome en la sierra unos tres kilómetros. Llego a un "moreco", un túmulo compuesto de pequeños guijarros que celebran la buena vuelta del féretro con los restos de Santo Domingo desde un pueblo cercano, al que había sido enviado para evitar saqueos durante la Guerra de Indepedencia. Pongo mi aportación, y regreso a casa.
Me acerco a la Iglesia, a contemplar el oficio que tenía lugar, muy solemne y ritualizado; pero el templo me gusta, sencillo y sin apenas imágenes ni iconos religiosos, ni figuras divinas... uno casi puede adorar a cualquier dios allí dentro.
Por una feliz coincidencia, estaba previsto un concierto de música sacra esa misma tarde, de modo que me acerco a la otra iglesia para escuchar al coro, un cúmulo de voces elevándose por el mármol de las paredes... Fantástico, se me puso la piel de gallina. Había una miembro del coro que me fascinó... sencilla y con ojos oscuros, mostraba un rostro bondadoso y se adivinaba una figura grácil y delicada bajo esa túnica blanca; me dejó embelesado gran parte de la actuación, para qué equivocarnos...
Vuelvo al caracol con el deseo de proseguir mis lecturas, tratando de capturar la comprensión de la teoría semántica de Donaldson. Mas no puedo; justo en ese momento Ra nos decía adiós, y es Él quien siempre tiene proridad. ¿Puede esperarse que tenga más importancia esa filosofía del lenguaje que la despedida del astro más importante para la Humanidad...
En Santo Domingo la comunión entre paz, serenidad, naturaleza y ese silencio que brota de los ríos y se eleva hasta el cielo, empapando todo el pueblo, es díficil de describir. Los dos días que estuve allí fueron de recuperación mental y física; de catársis emocional; de gloria espiritual. Si uno desea hallar el pueblo insuperable, que lo da todo, debe ir allí.
Mágico, excelso.
Unico."
martes, 1 de noviembre de 2011
(9) Soria ciudad, Numancia y el Pantano de la Cuerda y el Pozo: antepasados, frío y "mar" abierto
"En Soria hace frío, incluso en la primavera. Tanto frío hace, aun siendo mediados de abril, que mis manos vibraban y saqué una fotografía movida, borrosa, indefinida... pero que sirve de advertencia a quienes vayan allí sin el abrigo debido.
Antes de llegar a ese lugar, ya casi de noche, en donde tomé la imagen, he estado por la mañana en la capital soriana. Un viento helador, que hacía casteñear los dientes y provocaba moquillos persistentes, no me han dado la bienvenida como yo esperaba; pero, oigan, es Soria, ¿qué esperan? Es el precio a pagar por tan maravillosa tierra.
Recorriendo la pequeña ciudad, y evitando el frío, entré en una iglesia (no tengo apuntado el nombre, cachis...), en cuyo interior me he topado con un sujeto un tanto extraño, un párroco con pinta de "pirado" (con perdón); muy amable y servicial sí era, es cierto, pero miraba con unos ojos un tanto lunáticos y tenía una risita esquizofrénica que daba algo de miedo... No quiero ni pensar de qué sería capaz, solo, con un grupo de inocentes niños... Pero exagero, seguro. ¿Seguro? Umm...
Con algo de mal cuerpo, supongo que por el frío y por el encuentro con ese tipo excéntrico, regreso al caracol (después de perderme unos minutos, dando un buen rodeo para hallarlo), salgo de Soria ciudad y me dirigo hacia Numancia, el poblado arévaco reconstruido. Por 0,60 euros he podido escuchar un documental, pasearme por el interior de una vivienda (no la original, desde luego, pero interesante de todos modos) de varios miles de años, observar las ruinas y admirar el ingenio e inteligencia de nuestros antepasados. Por un momento, me gustó la idea de poder vivir en un lugar así, si pudiera de algún modo florecer de nuevo... Sin energía eléctrica, sin agua corriente, sin teléfonos, sin comodidades... sólo con lo básico. Algo así como lo que sucedía en la película "El bosque", de Nigth Shyamalan. Por un momento lo he deseado, muy intensamente..
Numancia me arregla, emocional y físicamente, mis malestares previos, y con el ánimo recobrado y la carretera abierta prosiguo camino, pero viendo declinar la jornada prefiero detenerme en el embalse de la Cuerda y el Pozo, que me atrajo por el nombre, y según el mapa, por poder adentrarme en él hasta rozar el agua. Así es. Al final de un camino algo mal conservado, pero decente aún, se nos destapa un lago, un mar inmenso, rodeado por pinos y enormes rocas desgastadas por el roce con el agua. El frío arreciaba, y las manos tiritaban, pero he aguantado el embate durante el crepúsculo, para despedir al sol como se merece. Una vez la oscuridad se adueña del cielo, me introduzco en casa para cenar algo caliente y, al tiempo adecuado, preparo las mantas y los calcetines gruesos para no sufrir mientras el sueño nos domina.
El viento, poderoso, sigue aullando a la Luna. Me tapo hasta la cabeza.
Y duermo a pierna suelta, como siempre."
martes, 25 de octubre de 2011
(8) Tierras de Soria: perdido en Marte
“Dejando atrás las espléndidas maravillas de San Baudelio, seguí atravesando las tierras sorianas con una mezcla de admiración y agradecimiento, y quedándome con la boca abierta en más de una ocasión. Aquellos parajes, totalmente inesperados para quien los recorre por vez primera, impactan de modo que es imposible olvidarlos, sobretodo si procedes de las húmedas y levantinas costas, pues éstas son opuestas en casi todo a aquéllas. El terreno, repleto de esos verdes bellísimos a causa de la siembra ceralista, nos acompañan en esta época vayamos adonde vayamos.
En Romanillos de Medinaceli me detuve unos instantes a llenar el depósito de agua (garrafas arriba y abajo, durante un cuarto de hora...), deshacerme de la basura y charlar un poco con algunos pueblerinos (el alcalde, entre ellos...). Uno de ellos sentía curiosidad, y les dije que no había problema en enseñarles por dentro el caracol, pero por pudor, o quizá temiendo que los tomara por unos entrometidos, al final declinaron. Medinaceli es un pueblecito encantador y colmado de rincones especiales, callejuelas estrechas, casas “blasonadas” (que me aspen si sé qué significa...) y, al menos mientras yo estuve allí, muy poca gente (gratitud, alivio...). Compré yogures y un par de buenas hogazas de pan y me rellené en el escueto parque, una vez superas el arco de la entrada. Aún di otra breve vuelta por el pueblo antes de regresar al santuario y dirigirme... hacia no sabía muy bien adónde.
Vagando sin rumbo fijo me acerqué hasta Arcos de Jalón, para provisionarme de algunos otros comestibles suculentos. De camino a la tienda, unas quinceañeras juguetonas me llamaron desde la distancia, saludándome y diciéndome algunas cosas que es mejor obviar... Yo me acordé de cuando justamente hacía lo mismo, y me reí por lo bajo. ¡Qué tiempos, qué vida más despreocupada, más libre y abierta...! En fin... Por la autovía se divisan las fantásticas gargantas del río Jalón, pero hay que verlas de cerca para advertir toda su grandeza; bien merecen dejar atrás los cuatro carriles y aventurarse por la secundaria, doy fe... Más tarde decidí encauzar el rumbo hacia Almaluez, pero el paisaje era demasiado estimulante y prodigioso como para pernoctar en un pueblo.
Por tanto, avancé despacio, y cuando detecté la entrada a un camino agrícola, frené y penetré en él, levantando espesas nubes de polvo a mi paso. Perseguí su marca unos centenares de metros más, hasta quedar varado en medio de un mar de campos de cereales, verdísimos y lustrosos. “¿Estoy en Soria o en Marte?”, pensé nada más bajar de la carroza y echar un vistazo a las montañas que me rodeaban. Secas, agrestes, arcillosas, no parecían de este mundo, o si acaso, me recordaban al Cañón del Colorado, o a esas imágenes que aparecen en la película Easy Rider, mientras Peter Fonda y Dennis Hopper atraviesan las tierras de Arizona... De no ser por el pasto, algunos de los parajes son idénticos a los que pueden verse en las fotografías de Marte que los distintos robots exploradores del planeta (como el Spirit, o el Opportunity, por ejemplo) nos han brindado de la superficie del mundo rojo.
Aunque ya eran las siete de la tarde, no pude evitar patearme esas colinas y montes próximos, mientras el sol se acercaba al horizonte con rapidez. Advertí las rocas que componían el panorama pétreo, desmenuzables casi al tacto, supuse que compuestas casi todas ellas de arenas y arcillas, o quién sabe de si yeso o calizas porosas... Encontré, también, algunos cantos rodados, por lo que entendí que esas tierras, en su día, estuvieron bajo la influencia de un río, hoy desaparecido. El viento soplaba con fuerza, llevándose consigo las nubes y alzándome la peluca, mientras veía a lo lejos un tractor, que se marchaba a casa tras un día de faena irrigando los campos.
Con la tenue luz del crepúsculo cené y, previo al sueño, prolongué a pie el camino agrícola, ya de noche, iluminado por la Luna... sólo veía el surco del sendero, y las imponentes e increíbles formaciones rocosas que parecían abalanzarse en torno (había varios peñascos despegados de la mole principal...), y creí oír extraños ruiditos a mi espalda, como leves siseos...pero en realidad todo era la magia de la oscuridad, claro. Cuando el frío apareció, y las estrellas tremolaron en el cielo, decidí volver a casa.
Y, entonces, pensé: “gracias a ella, a esta casa rodante (no la puedo considerar mía; no es una propiedad, algo que poseo... es otra cosa, muy distinta...), he podido disfrutar de esto; estar aquí (allí) todo el tiempo que quiera, abrazar esa tierra inmensa sin nada a cambio. ¿Qué es, entonces, el coste de su adquisición, a lado de ello? Nada, una minucia, una propina”. Y así es, porque una noche como ésta vale más que el precio que pagué por ella... Porque estar aquí, amigos, es ser rico, enriquecerte, pero para siempre...
Jamás he dormido mejor que aquella noche.”
domingo, 16 de octubre de 2011
(7) Ermita de San Baudelio, paraíso soriano
"El paraíso, la gloria, allí es donde estoy ahora mismo. Si podía imaginar un lugar elevado, solitario, aislado, lejos de todo y de todos, con un cielo amplio y profundo, i al lado de una construcción religiosa, creo que no hay nada mucho mejor que esto..."
"Excepto cuando he llegado, que había un par de coches de desubicados burócratas no sé muy bien a santo de qué, el resto del tiempo he estado realmente solo, de no ser por los aviones que cruzaban el cielo, las cabras y algunos buitres..."
"El silencio es tan consustancial al lugar como sus rocas o sus prados, parece incrustado en la esencia, en el alma de esta tierra. Tiene un poder inmenso, y al contrario que en las ciudades, no puedes quebrarlo con facilidad..."
"Me rodea un paraje casi desértico en algunos puntos, y húmedo y verde en otros. Creo que no puede haber mejor lugar para sentir esa conexión, tan débil en las urbes, entre Dios, el Cosmos y el hombre..."
"Al lado mismo de la ermita, que contiene una singularísima combinación de arte musulmán y cristiano, hay una antigua necrópolis, lo que dota de atractivo aún mayor al sitio. He salido a pasear por los alrededores, alejándome del caracol y advirtiendo la inmensa extensión, vacía de gente, que me envuelve. Es un poco aterrador (¿si me sucede algo, quién acudiría en mi auxilio...?), pero precisamente por eso, al mismo tiempo encantador..."
"He subido a la loma a leer, a la luz de un sol que aquí arriba parece más poderoso, más intenso, con más ganas de brillar. La puesta de sol de la estrella ha sido magnífica, engalanada con los cirros y los trazos de aviones. Las otras estrellas también han aparecido con fuerza, pese a la Luna, intensa y dicotómica..."
"Aquí me quedaría una semana, un mes, un par de años... si pudiera. La magia, el recogimiento y la felicidad me rodea. Esto es el éxtasis, sin más..."
domingo, 9 de octubre de 2011
(6) Aldeavieja, serenidad de montaña
"A medio camino entre Ávila y Segovia se levanta esta encantadora población, adosada junto a la carretera nacional que enlaza ambas capitales de provincia. No dejo más constancia que estas pocas palabras, pues es uno más entre mil pueblos con esa particular belleza y encanto que jalonan las tierras castellano-leonesas. Pero, algo tienen (y no es poco...), porque tras el paso del tiempo los recuerdas como enclaves de paz y serenidad valiosos, templos sencillos en los que los días pasan lenta, serenamente. Lugares en los que te agradaría quedarte, siquiera una temporada, para apreciar cómo es la vida, y cómo se vive allá, en lo alto de esa loma sempiterna..."
(Nota para caracoleros: El pueblo posee tiendas, horno, fuente y algunas rejillas para vaciar grises, llegado el caso. El parque de la fotografía es muy agradable, y es apto para pernoctar, si es necesario. Y, como en toda Castilla y León, no hay ningún problema para hacerlo.)
(5) Sepúlveda y Burgo de Osma: naturaleza y elegancia
“Los límites de Segovia con Soria son de una belleza sobrecogedora. Con la sierra de Guadarrama al sur, como protegiéndolos de la urbe madrileña, la carretera N-110 discurre por parajes solitarios, agrestes y coloridos. En primavera los campos cerealistas verdean y adquieren un encanto especial, y el ambiente es tan agradable que puedes caminar durante horas por los senderos y las vías agrícolas sin fatiga alguna.
Todavía en la provincia segoviana, me detuve un momento en La Velilla. Tal vez fui algo torpe, porque lo hice justo enfrente de una tienda, la única del pueblo. No advertí que mi amiga caracola actuaba como obstáculo e impedía la vista de la tienda a los vehículos que llegaban en dirección contraria. Me fui tranquilamente a pasear entre las preciosas callejas, yendo hasta la orilla del río Cega, que bajaba con ímpetu por el deshielo de la sierra, y al regresar entré en la tienda para proveerme de pan y algún licor. Enseguida, el dueño, una vez comprobó de quien era aquella “caravana”, con malos modos me advirtió que le estaba estropeando el negocio... No me pidió que la quitara, simplemente que “era domingo y le estaba jodiendo su negocio”. Dicho con educación y otras palabras, yo habría pedido perdón de inmediato y adquirido viandas; tal como lo dijo, me largué recriminándole por lo bajo su grosería y sin dejar un céntimo. Fui el único borde que encontré en toda Castilla y León...
Sentía especial interés por Pedraza, así que me dejé caer por allí un par de horas. Pero la inmensa despensa de domingueros que encontré (salían de todas partes, de todas las tiendas, de todos los rincones...), y el volcado total del pueblo hacia el comercio turístico me hizo verlo con otros ojos, y no me agradó tanto como yo esperaba. Eso sí, la población es bellísima, y por una moneda me agencié un pan bien horneado y delicioso.
Adentrándome en los campos cerealistas, a través de carreteras locales en bastante mal estado, quise patearme ese infinito verde que aparecía entre nieblas y nubes bajas y, varado en el arcén, me demoré un buen rato envuelto en silencios que parecían consustanciales al lugar. Subí un pequeño promontorio, divisé el horizonte brumoso, y pedí el deseo de vivir por allí una temporada, Dios sabe cuándo...
La siguiente parada fue Sepúlveda, puerta de acceso al Parque Natural de las Hoces del Duratón. Decidí pernoctar en un pequeño parking, a las afueras del pueblo, muy sereno y tranquilo pese a la cercana carretera. El Parque es una delicia, sobretodo para los geólogos, o para quienes nos gusta admirar las obras naturales, las más asombrosas y maravillosas que quepa imaginar. Se trata de un sistema de cañones excavados por las aguas del rio Duratón al actuar sobre materiales fácilmente degradables, como las calizas y dolomías. Los paneles informativos del pueblo explican muy bien la formación y la diversa fauna (sobretodo aérea) y flora que presenta la región. Pero hacía tanto viento que apenas pude sostenerme en pie en el mirador, y las pelucas se elevaban como queriendo escapar de las crismas. Así que volví a casa para dedicar las últimas horas del día a observar el ocaso y leer un ratillo.
Como es habitual, dormí sin enterarme de nada, ni siquiera del frío. Urgencias domésticas resueltas (vaciado de aguas grises, compra de víveres, y cosas por el estilo), seguí camino hasta Burgo de Osma, donde creía recordar la existencia de un área de servicio para autocaravanas. Pero no. Sólo había un aparcamiento para autobuses, una fuente rota y nada más. Me las tuve que ingeniar para vaciar el depósito de sucias, y con las garrafas llené las limpias gracias a una fuentecilla del pueblo cuyo chorro de agua apenas era mayor que un hilo. Aún así, correspondido, di las gracias, y volví al parking, junto con algunas caracolas más.
Burgo de Osma es una población menuda, pero seductora. Su catedral (que aún pude visitar gratuitamente; estaba en obras, así que dentro de poco habrá que abrir el monedero para acceder...), mandaba e imponía respeto. Bordeado el casco antiguo por muros, penetrando se halla una bonita plaza, con un castillo en ruinas, numerosas iglesias, amplias avenidas para el paseo agradable, y algunas viviendas que deben tener más una centuria, a tenor de sus antediluvianos contrafuertes de madera carcomida. La biblioteca me permitió ponerme al día gracias a la prensa, y un supermercado cercano se me tragó un billete de los grandes. Pero, claro, hay que comer... Mi garbeo resultó algo desagradable, por un problema en la rodilla, de modo que preferí volver al refugio, y así no forzar más.
Una ensalada frugal, un par de yogures, una salida nocturna breve, y al catre. Y, mañana, más”.
lunes, 3 de octubre de 2011
(4) El Escorial: bosque de encuentros, y de ausencias
"Huyendo de las aglomeradas y estridentes urbes, y con ansias de recuperar, parte al menos, del tan venerado aire silencioso propio de las alturas, puse rumbo hacia El Escorial, a medio camino entre la capital nacional y mi destino final, ya en tierras castellano-leonesas.
Atravesé la población que da nombre al monasterio, quizá, más famoso de todo el estado, maldiciendo el adoquinado pavimento que hacía bailar platos y tintinear vasos en los armarios... Me perdí un par de veces, tratando de dejar atrás el templo religioso (ayer; hoy un mero recurso turístico) y hallar algún bosque retirado donde descansar y, también, perderme a gusto.
Un motorizado cartero, viendo mi cara de disgusto y extravío, me señaló con amabilidad un lugar para aparcar sin problemas el caracol; pero mi torpeza natural impidió que lo encontrara; sí tropecé, en cambio, con una pequeña planada frente a la entrada de un campo de golf, del que salían y entraban (en su mayoría cochazos alemanes a cuyos volantes iban bronceados, engafados, altaneros y opulentos ejecutivos, mamás cháchara, y parejitas monas.
Cocí mis macarrones mientras la cofradía del regadío inútil se marchaba a sus casas, pero la leve inclinación del sitio y la permanente circulación de gente me incomodaban, de modo que decidí patearme más tarde los alrededores en busca de otra zona más atractiva y conveniente a mis necesidades. Seguí un agradable sendero punteado por bancos y merenderos, y cuando él murió atravesé la carretera y llegué a un bosque esquelético y mudo que me atrajo de inmediato. Y, como una aparición, hizo acto de presencia una presumida ermita (cerrada, por descontado), junto a la que había un breve pero suficiente margen de tierra vacía para que se tumbara allí mi casa sin fatigas. Por suerte, una fuente cercana me proveía del agua vital, de modo que no podía pedir más.
Si acaso, que ese maldito generador aferrado a un árbol, no tan lejano como hubiese deseado, jamás hubiera existiera, pero quizá eso ya era demasiado. Así que agradecí el hallazgo, me incliné en reverencia al sol de la tarde y me dispuse a cruzarme todo el bosque de pelados miembros, en los cuales los primeros brotes verdes ya salían a la luz, expresión del agradecido fin invernal.
Calzado y abastecido con algunas viandas ligeras, perenne mochila a la retaguardia y pañuelo en la cabeza para evitar quemazones innecesarios, me encaminé colina arriba, con el propósito de ojear el rodeante escenario madrileño. A la vera de empinadas curvas aparecieron seductoras senditas que se torcían y giraban hacia el corazón de la floresta, que probablemente nunca descubriría, pero cuya imagen, real e imaginada, me bastó para, al menos, poder saborear levemente a la madre naturaleza, su grandeza, y dar gracias por ello.
Vi unas rocas salientes, si no me equivoco de género granítico, que sobresalían como vigilantes masas oteantes del valle, y a las que me encaramé a duras penas. Allí examiné lo circunvalante, me zampé un par de plátanos, y saludé asombrado a algunas ancianitas que paseaban por empinados riscos como si de un llano paseo urbano se tratase.
Al regresar divisé algunos vehículos adosados a mi casa, en ciertos casos parejas buscadoras de un refugio para sus vicios gustosos y adorables, otros meros escudriñadores, que nada mejor tenían que hacer, y un par de los infalibles borreguistas del ruido musical. Tardaron algo en largarse, pero al caer la noche ya no pintaban nada allí, de modo que quedé solo, como siempre, de no ser por el séquito de insectos, aves nocturnas y estrellas soñolientas, algo veladas por las copas de los árboles.
Decidí echarles un buen vistazo, a las estrellas (a las ninfas y náyades también busqué con ahínco, pero no hallé ninguna...), por lo que saqué la silla al exterior y, en silencio absoluto, las contemplé sin abrir la boca (¿a quién iba a decir nada, excepto a mí mismo..?).
Por un instante creí advertir un extraño movimiento, furtivo, entre los árboles. Pero no. Nadie más. Nada más. Silencio, soledad; sólo yo, sin aditivos. Ya vendrán las compañías.
Y, el viaje, prosiguió."
domingo, 19 de junio de 2011
(3) Tiempo de ciudades: Toledo, Ávila, Segovia
"Hace casi un milenio nació en Toledo un astrónomo excepcional, escasamente conocido y aún menos reconocido: Azarquiel. Sentía especial interés por regresar a la ciudad majestuosa que vio aparecer a ese hombre de intensos ojos azules y dotes prodigiosas, y como me venía de paso en el itinerario hacia Castilla y León decidí recorrerla de nuevo, como ya había hecho más una década antes.
Desde el enorme aparcamiento donde estacioné se podía divisar el imponente Alcázar, que no visité (cerraron las puertas...). La catedral merecía también ser pisada, pero no abrieron en toda la tarde y además el precio de entrada era excesivo (lo mismo que gasto en dos días...) y el viajero siempre va escaso de dinero, como ya se sabe. Así que preferí las iglesias sencillas, y por su singularidad, una sinagoga, anclada en el corazón de la antigua judería.
A un paso del Alcázar, junto a un mirador y recostándome en un muro de piedra tan viejo como aquel, me merendé mis plátanos y observé a la muchedumbre que se aglutinaba en torno al magno edificio. Miradas anónimas que nunca volverás a encontrar se cruzaban con la tuya, mientras los perros retozaban en la hierba y la gente descansaba a la sombra evitando la estrella que nos quería escaldar.
Las empinadas cuestas y el ancho perímetro de la zona antigua dejaron maltrechos mis pies, pero valió la pena, si bien no hallé rastro de la figura de Azarquiel. Tal vez deba ir a Córdoba, donde él se mudó, para tropezar con algún vestigio de su existencia...
Ávila presenta la belleza peculiar de una ciudad modesta, pero poderosa en historia y registros culturales. Bien ensamblada y situada, su cordón de piedra, amurallado y colosal, domina el casco viejo y penetrándolo uno entra en otro tiempo, pese a la modernización de edificios y empedrados; aún hay signos de un pasado no muy lejano de grandeza y esplendor.
Decidí estacionar en un parking de la parte norte, pero nada más llegar me atropelló un vagabundo que, con un parte médico en la mano y la otra limpiándose las lágrimas que le corrían por las mejillas, me explicó su angustiosa situación vital (ya mayor, en paro, enfermo, con mujer y tres hijos, etc. etc.). Por alguna extraña razón (un brillo extraño en sus ojos... no sé si de pena o de avaricia...), acabé creyéndolo, y le solté un billetito azul; un viajero gasta lo imprescindible, sí, pero siempre ayuda a quien (parece) necesitarlo. Ignoro si el cuento es tal, pero espero y deseo que todo sea un embuste, por su bien...
Hallé otro lugar para pasar la noche, pegado justo a la muralla en su cara oeste, donde me encontré con otros compañeros “caracoleros”. Con una pareja de Córdoba (quise preguntarles por Azarquiel, pero me callé...), subidos a su Weinsberg, charlo un buen rato, mientras su enorme mastín nos lamía y correteaba sin cesar. Tenían urgencia en vaciar las aguas grises, así que me interrogaron por si conocía algún punto. Ni idea, pero les aconsejé las gasolineras, y quizá en el otro parking, pues alguna rejilla de vaciado de aguas habría, quizá.
Al marcharse ellos inicio el pateo de la ciudad. La catedral me decepcionó, por las obras y el intenso frío, que apenas permitió disfrutarla como se merece. Como compensación, me topé con la iglesia de San Pablo, tutelada por un párroco extraordinariamente pintoresco (jorobado, parlanchín y muy muy amable... ). Sin pedirle nada me contó un sinfín de detalles de Ávila y su catedral, y simpaticé de inmediato con él. Deposité un pequeño donativo en la caja frente al altar y abandoné el templo lamentado que no sea así en cualquier parte: explicar con gusto lo que nos rodea a quienes lo desconocen, y no exigir nada a cambio. Y, entonces, es cuando yo pago, agradecido.
Me guiso unos riquísimos garbanzos con bacalao del terreno, y por la tarde descanso visitando otros templos religiosos, además de descubrir una itinerante feria del libro, pequeña pero interesante. Me agencio un par de obras de Berkeley y Leibniz, aún en su plástico original, por un poco más de lo que costó la entrada a la catedral. Y, casi cuando me marchaba ya, aparece un Centro de la Interpretación de la Mística. Pero era tarde y no pude echarle un buen vistazo. Otra vez será.
Ceno mirando los campos de Ávila, que empiezan a colorearse de verde, mientras las estrellas ansían dejarse ver y la noche se me acerca, picarona... Bordeo la muralla una vez más, iluminada en exceso, saboreando el fresco nocturno, y subo a la cama sin poder imaginar aún qué es lo que está por llegar...
Segovia es la coquetería hecha ciudad. Está tan bien construida y presenta una fisonomía tan singular y atractiva que no te la figuras de una forma distinta a como es. Sus calles son sugestivas, y presentan nichos y huecos hermosos por doquier, como pequeños velos que uno descorre paso a paso.
Me perdí un par de horas por la catedral, sin querer salir para nada de ella, porque afuera había tanta gente que prefería ocultarme entre los altos y mudos muros de piedra. Al menos allí había cierto respeto por el silencio, y los grupitos de orientales y jovenzuelos alborotadores se mantenían al margen. También aquí me he pateado la judería y las iglesias, pero no en el caso del soberbio Alcázar; como siempre, llegué tarde y me quedé solo en el puente que salva el foso a un paso de la puerta cerrada, como un marginado que huye de la peste y al que se le deniega la salvación...
Pisando las calles me topo con una especie de desfilada militar, demasiado hortera y esmerada para mi gusto, así que me escabullo por callejuelas laterales y salgo hasta donde esperaba el santuario móvil, fondeado a escasos cien metros del célebre acueducto. Me zampo unos pistachos y marcho disparado a la iglesia de San Salvador, donde había visto un cartel anunciado un concierto de música sacra. El coro “a capela” me deleita con voces que retumbaban con gracia y armonía, pero al volver a casa todo ese bienestar acumulado se desvanece, a causa de los pelones, las pininas, los bomb-bomb de turno, los gilis con sus burrum, burrum..., o sea, la fauna del sábado noche, esa morralla que sin incordiar no sabe lo que es la diversión. También están los que llaman a la puerta, o se ponen a gritar acercándose a las ventanas... o sea, más del mismo excremento.
Apenas duermo un par de horas. Me pesan los ojos, tengo la espalda dolorida y estoy enfadado. A las ocho de la mañana me levanto... y es entonces cuando yo acudiría a sus casas a llamarles al timbre sin parar, lanzaría alguna piedra a sus ventanas, o pondría la música a tope bajo su cama, hasta el mediodía...
Pero, por suerte, es arrancar y olvidarse de todo. Y esperan aún los infinitos campos, las ermitas aisladas, los serenos pantanos y esas montañas fantásticas, los pueblos perdidos que casi nadie conoce, los senderos que no conducen a parte alguna...
No hay ningún pelón capaz de amargarme la aventura. Ni un millón de ellos. El ansia por descubrir, eterna e incurable, alivia todo sinsabor, transitorio y mortal. La carretera no termina nunca.
Sólo se agotan las ganas por recorrerla."
viernes, 17 de junio de 2011
(2) Campo de Criptana, inmensidad de tierra y luz
"El Cerro de la Paz es el lugar elegido, hoy, para dormitar bajo el techo de estrellas. El pueblo queda abajo, en el llano, con sus hogares blanquísimos y sus calles dispuestas casi de cualquier modo. Y, enfrente, tengo cuatro monumentales molinos, carácter idiosincrásico del texto quijotesco y de las amplias llanuras castellanas. Dotan de cuerpo y espíritu a esta tierra inmensa, verdi-terrosa y repleta de contrastes.
Dejé atrás bosques y montañas altas, que aún se percibían en los dominios almansinos, y aparecen ahora suaves colinas, infinidades de campos labrados o esperando el esfuerzo humano, tierras ventosas mancilladas con las efigies de los modernos aerogeneradores, y que se resecan tostadas bajo un sol poderoso que diluye las nubes y permite contemplar el puro azul de un cielo inmaculado.
Mil ermitas jalonan Criptana; también aquí las gentes parecen piadosas en grado sumo, pues decenas de ellas, y de todas las edades, se reúnen en aquellas para cantar y recitar salmos, un coro de voces dulce y extático, mientras Ra se acerca al límite entre la tierra y el firmamento y el día llega a su fin enmedio de telarañas de cirros.
Me aprovisiono con algunos comestibles ofrecidos en la tiendecita del pueblo, regentada por un hombre singular que conoce los precios de memoria (y no son pocos) y los suma en su Casio prehistórica. Penetro unos minutos en la iglesia, curioseo los estantes de la biblioteca municipal, y al volver al Cerro saco mi silla y contemplo ese ocaso, plácido y sin griteríos ni ruidos (los autobuses de escolares habían huido ya hacia los hoteles...).
El viento silba en la noche, aúlla como un lobo que pide compañía a las estrellas, y balancea el "santuario" de forma alarmante, pero me encanta. Salgo a dar un paseo nocturno, porque la oscuridad ayuda a conciliar el sueño, y provoca ensueños, algo que ando buscando. Encuentro algún coche por el camino pedregoso, y hay un perro que parece seguirme, a prudente distancia. Me topo con una especie de refugio medio enterrado en el suelo, y veo desde lejos la llegada de otros dos "santuarios", que se adhieren al mío como buscando protección mutua.
Me quedo unos minutos más, observando el perfil de los molinos iluminados por una Luna dicotómica, y regreso a casa. Aún es pronto, de modo que me sumerjo en los arcanos de la semántica de Carnap, pero no aguanto mucho, y los ojos empiezan a cerrarse sin mi consentimiento. Mas soy muy indulgente, de modo que no les repruebo y alzo el pie con fuerza para subir a la alcoba, me impulso y ... "¡cloc!", me doy con toda la testa en el techo, y me quedo allí, tumbado y viendo estrellas (dentro de mí, claro), dolirido y con cara tonta...
Cuando baja la hinchazón, me adormezco, medito acerca de dónde estoy (y quién soy, y quién he sido), pero tampoco demasiado (el topetón debe haberme desorientado las sinapsis...), y entro en el sueño, al tiempo que el viento arrecia; mas apenas lo percibo, zozobrando ya en las aguas somnolentes de la inconsciencia.
El Quijote debe pasearse en estas noches cerca de sus apreciados gigantes. Quizá haya batalla. Estaremos, pues, a la escucha."
martes, 14 de junio de 2011
(1) Almansa, primera escala
"Dejar atrás tu tierra es una invitación simultánea a la nostalgia, a la angustia y el gozo. Sales de tu escondrijo, casi materno, y te abres a la carretera, peligrosa y hostil, pero igualmente repleta de magia y ensueño. Todo lo imaginable se halla más allá de ti; sólo tienes que ir a buscarlo.
Al volante, tras un centenar de kilómetros, alcanzo ese bastión manchego que tanta muerte vio hace tres siglos. Un castillo majestuosamente regio preside el paisaje, áspero y modesto. Coloco mi casa junto al cementerio, sitio de espeluzno para muchos pero hogar de silencio y serenidad para el viajero que no desea molestar ni ser molestado. La jornada dominical colma de visitantes y paseantes las calles, que salen y entran en las capillas e iglesias, muy fieles y devotos todos, pero yo me fijo más en los gatos que nutren tejados y cubiertas del casco viejo, mientras me entristece pensar que no veré a los "míos" hasta dentro de dos meses, por lo menos.
Padezco, al recorrer las calles de Almansa, un dolor estomacal tan odioso que me obliga a sentarme en un banco y esperar el alivio. No tarda en llegar. Veo, entonces, a gentes de toda edad y condición a mi alrededor: adolescentes mamporreándose, palomitos achuchándose, vejestorios achacosos... y aunque de nada los conozco, me caen bien, los encuentro agradables, entrañables, aunque en mi ciudad puede que les murmurara por lo bajo cuatro palabrotas bien dichas... Les capto como si yo no estuviera allí, como si me hallara sobrevolando la escena, fuera de contexto y de cámara. Su anonimato les confiere gracia, y me permite respetarlos mejor, consentirlos, agradecer que estén allí. Esto es extraño, pero así lo siento.
Al llegar, tras el garbeo, al santuario, se acerca la noche. El camposanto reposa sereno, inmenso, lleno de almas con nombre y apellidos. Repaso las tumbas, los mausoleos, y noto presencias, ojos escudriñantes, voces que parecen levantarse del suelo... un grupito de vejetes ataviados en negro charlan sentados al lado de las sepulturas. No son muertos vivientes, no. Pero, ¿son vivos murientes? Acaso, ¿no lo somos todos?
El castillo abre sus luces para prenderse enmedio de la oscuridad, y en el cementerio el ambiente tétrico se intensifica. Duermo, no obstante, sin pesar ninguno envuelto por nieblas, y no oigo más que algún becerro con su bocina, que baila al son de la vulgaridad. Sueño calmado, descanso grato, y amanecer más abierto y azul que ayer.
Me pongo de nuevo en marcha, por la mañana temprano. Hay distancia que recorrer, hoy. Arranco y me dirigo hacia...
Esto no ha hecho más que empezar. Restan setenta días hasta la vuelta. No sé qué puede ocurrir hasta entonces. ¿Quién seré yo cuando concluya la travesía?
Ya lo comprobaremos, si los hados así lo desean".
domingo, 12 de junio de 2011
Empieza la ruta... (arranque hacia el asfalto)
Este blog es, tan sólo, un pálido reflejo de lo que han sido (y seguirán siendo, si nada extraño acontece) algunos viajes realizados a lomos de una autocaravana por tierras españolas (y, de momento, una breve incursión a la cercana Portugal).
No pretendo extenderme en exceso, ni ser prolijo en la recopilación de detalles. Si alguien los quiere puede pedírmelos (si los recuerdo, desde luego), pero una larga lista de datos o un inacabable inventario de lugares, hechos o curiosidades relativas al recorrido efectuado sería reincidente (hay muchos páginas al respecto), aburrido, soso y tremendamente engorroso para quien escribe.
Es, más bien, un diario de impresiones, de sensaciones que tuvieron lugar allí mismo, en la carretera, en los pueblos y paisajes, entre las montañas, el páramo y los pantanos, y amparado y acompañado por vacas, caballos, lechuzas, conejos y cervatillos... Sin más.
Aquí se encontrarán unas pocas imágenes que ilustren algo el sentimiento; unas pocas palabras para señalar lo que sucedió, y una esperanza inmortal: que todos los que quieran puedan hacerlo en, al menos, una ocasión. Porque es una liberación, una forma exquisita de encontrarte contigo mismo, una mirada fresca al mundo, a las gentes, a la tierra que está a nuestra vera. Y porque no cuesta nada; menos que la vida en las ciudades.
Así pues, ponerse manos al volante, arrancar y pisar el asfalto, y no esperar sino el devenir del propio viaje. No tenemos plan ninguno; apenas un mapa para no equivocarse demasiado en el camino (¿el navegador?; el verdadero viajero ni sabe lo que es); y dejamos que sea el instinto, el gusto del momento, quien marque el sendero a seguir.
Un poco de paciencia, y de inmediato entramos en la carretera.
Ea!
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