lunes, 9 de enero de 2012

(16) Ciudad Rodrigo, ciudadela encantada



Hay enclaves mágicos, casi divinos, que enorgullecen con razón a quienes allí viven, poblaciones o tierras inconfundibles, únicas, y que como ciertos óleos u obras literarias muy particulares, no pueden ser copiadas sin caer en la ridiculez o en la estulticia: sólo existen en su específico espacio-tiempo, son inimitables. Ciudad Rodrigo es una de ellas.

Breve ciudad o crecido pueblo, dígase como se quiera, es una especie de fusión, a menor escala, entre las magnas Ávila y Salamanca: de la primera toma su muralla insigne, y de la segunda ese corazón clásico y encantador, hollado por monumentales presencias y aires casi medievales. Desconocía Ciudad Rodrigo, y al verla quedé prendado. Al instante. Sin más. Entra por los ojos y se lanza directa al corazón. Es imposible no admirarla; y cuando la dejas atrás, se exhala enseguida de tu interior una sentida añoranza. Puede sonar pedante, pero es lo que sentí...

Bien. Llegué allí (estuve dos días no consecutivos, un 24 de abril y un 5 de mayo, aunque aquí sí lo serán...) un domingo por la mañana (Domingo de Pascua, nada menos...) con tiempo nublado, y me vi obligado a meter la pata. Bullía la gente por doquier y los coches llenaban todos los rincones (hasta dañaban el césped anejo al recinto amurallado). No divisé lugar ninguno donde estacionar, por tanto, pero advertí, sin embargo, un par de hermanas autocaravaneras, dejadas de cualquier modo en una calle adosada a la muralla, ocupando varios espacios para aparcar en batería, pues estaban cruzadas a la larga sobre ellos... No me gustó nada la idea, pero no tenía alternativa, así que imité su mal ejemplo.

Tras comer un platazo de lentejas (buenas amigas para los viajeros: económicas, sabrosas y proteínicas ...), y sin sacudirme la sensación de estar cometiendo una falta grave al estacionar de forma tan ingrata, eché a andar por los alrededores del núcleo antiguo, y por suerte no tardé en divisar el parking de un supermercado (donde al día siguiente haría acopio de víveres... poco después de que los repartidores, con sus carretillas y paquetes de alimentos, fueran arriba y abajo sin parar a las siete de la mañana). Complacido, volví y arranqué, dejando reposar allí al caracol, donde estaría un par de largos días (la fotografía, aunque es mala y desde luego no representa nada de la bella ciudad, al menos da una idea de cómo estaba el parking aquella noche...). Más relajado, recojo mis avellanas y me largo a patearme todo el corazón clásico de Ciudad Rodrigo. Cualquier página web enlistará las gracias y las maravillas que contiene ésta, así que me limitaré a reproducir aquí, aunque detesto citarme, lo que anoté en mi diario:

“A las 5 comienzo a visitar la ‘ciudad’ amurallada. Pero la Catedral, al cerrar sus puertas una hora después, deberá quedar para mañana. Me adentro en un par de las muchas iglesias del recinto antiguo, y me encuentro, en una cuyo nombre olvidé, con una generosa y amable señora (también mencionaré, para que su descripción sea completa, que su aspecto recordaba al de una hechicera...), que me recita mecánicamente la larga historia de la capilla y los detalles de su orientación artística. Agradecido, introduzco un par de monedas en el viejo cofre adosado al pilar principal, y regreso a casa para, al día siguiente, proseguir el recorrido.

«Me despierto bastante temprano (antes de las ocho), y compruebo que el butano se ha consumido por completo (me avisa el chivato de la nevera, que destella como diciéndome: “¡Eh, tú! Que aquí no llega el puñetero gas, chaval!”). Toco los alimentos de su interior; aún conservan algo de frescura, menos mal... Por suerte, justo al lado, en la estación de autobuses, hay una tienda de Repsol, por lo que arranco y acerco la casita hasta allí para recoger una nueva bombona.

«Vuelvo al parking. Almuerzo, me tomo una ducha (Dios... ¡qué bien sientan!), y hacia las diez inicio la segunda visita al recinto antiguo. La Catedral es la primera parada, coqueta y preciosa, como toda Ciudad Rodrigo, pequeña pero muy agradable de visitar. A la entrada del casco amurallado se halla el punto de información. Le pido a la chica del establecimiento saber dónde se encuentran la biblioteca, la UNED y Correos. En la primera tardan algo en abrir, y mientras espero se me acerca una mujer joven y bonita, de unos treinta años, y con acento portugués me pregunta qué significaba una pegatina colocada en una señal de prohibido aparcar. Yo la miro (a la pegatina), y le explico que, por lo que poco que sé, se trata de una pugna entre dos facciones de extrema derecha (neo-nazis, vaya...), una de las cuales ha colgado esa pegatina para reivindicar que ella es la auténtica, la que sirve a los “valores” de esa ideología... Una vez le queda claro me pregunta por las corridas de toros, ya que en la biblioteca había una exposición al respecto, con fotografías sobre el tema (yo no tenía ni idea...), y tal... Una vez abren la biblioteca aprovecho para echar un vistazo a la exposición, de imágenes sencillas, y me sigue comentando, ella, la chica portuguesa, algunas cosas más.. Al final ya no sabía yo si le interesaba en verdad todo el tinglado de los astados o me estaba tirando los tejos...

«Después de la comida y la conveniente siesta, salgo nuevamente. Ya fuera del centro antiguo, en la UNED soy yo quien pregunto por la posibilidad de hacer los exámenes en otro centro del que estás matriculado... una mujer joven (otra...) afirma que no hay problema ninguno. Bien. Como mis ensaladas últimamente eran un poco sosas (hacía una semana que estaba sin sal...), me acerco a una tienda de dietética, donde una chica muy guapa (seguimos... se ve que Ciudad Rodrigo atrae a la hermosura femenina...) me enseña distintos botes de cloruro sódico convenientemente ecológico... pero los cinco euros que cuestan me echan para atrás, aunque le prometo a la chica que volveré (puede que lo haga, en un futuro muy muy lejano..., si bien no por la sal ecológica, eso seguro).

«Casi a las ocho entro en casa, a tiempo para escuchar algo de música mientras el sol se oculta tras las murallas de esta bella ciudadela. Tres chiquillas, de unos quince años, se quedan mirando el caracol y el tipo larguirucho que había dentro... Yo las saludo, y les hago un gesto con la mano para que se acerquen, en tono de guasa... Ellas ríen y se marchan corriendo...

«Eso es. Belleza en todas partes. En el cielo, que hoy es azul purísimo; en las calles, plazuelas y muros de roca, que atesoran siglos de historia; y en las gentes de aquí, que parecen haber sido embellecidas por la tierra y su entorno, como si hubieran absorbido esa esencia preciosa y la hubiesen incorporado a su ser.

¿Puede un lugar bello embellecer a sus habitantes? Yo no tengo ya dudas. Ninguna en absoluto. Y, para quienes aún no se lo crean, que vayan, que vayan a Ciudad Rodrigo, y lo comprobarán...

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