lunes, 23 de enero de 2012

(18) Ermitas, panes y vacas (Valdejimena y de la Vega)



Salamanca colmó todo deseo de ver ciudades. En este viaje al menos, ya no me interesaban las demás, por lo que, a lo largo del mismo, no volví a ellas en ninguno de los cuarenta días que restaban para concluir la travesía.

Abandoné Salamanca con las aguas negras al límite. Algo había escuchado de un área de servicio para AC’s en Terradillos, pero tras muchas vueltas buscándola en realidad no se halla en dicho pueblecito, sino en El Encinar, tres kilómetros antes (si vienes de la capital). De todos modos, no pude vaciar el WC, porque el área no disponía de rejilla para tal efecto, sino sólo de una fuente y un amplio parking (que, bien mirado, ya es bastante, por otro lado...).

Avancé hasta Alba de Tormes, comprando algo de repostería de la zona y visitando el Convento-Iglesia Museo de las Carmelitas, donde se conservan restos de Santa Teresa de Jesús, y su museo anexo. También entré en otra iglesia, la de San Juan de la Cruz, la primera dedicada al gran místico. Estuve en el Ayuntamiento demandando el favor de vaciar el potti allí, en los servicios públicos (no me quedaban muchas más opciones... ), pero declinaron, como era de esperar. Después paseé por la plaza y las empinadas callejuelas y, al mediodía, proseguí por el asfalto en dirección Piedrahita. Paré un momento cuando se acercaron las tormentas, y las cortinas de agua corrían a través de los campos cerealistas a contemplar la escena (que recoge la primera foto).

La idea era continuar hasta el pueblo mencionado, pero algo antes divisé, en medio de un valle lleno de encinas, la preciosa ermita de Valdejimena, encuadrada en un paraje de sobrecogedora belleza. Por supuesto, allí me detuve, al lado mismo del muro exterior. Eché un buen vistazo a los alrededores y a la propia ermita. Había, en uno de sus muros, un cartel que anunciaba comidas por encargo. Pregunté al guardián del centro, pero sólo era servicio para grupos y, además, la traían de algún restaurante cercano (yo esperaba algo así como una “comida de ermitaño”, pero debo estar muy lejos de la modernidad...).



El entorno, ya lo he dicho, era hermoso como poco... Tierra hecha de cuarcitas y dolomías, riachuelos, pasturas, encinas de todas las alturas, la lluvia débil y el cielo oscuro, negro, amenazador pero callado, el trino de pájaros que se ocultaban en la espesura y hasta caballos retozones con ganas de afecto...





La lluvia fuerte y ruidosa, esas tormentas vespertinas que parecen tener denominación de origen castellano-leonesa, visitaron el enclave y dejaron el forraje de un verde resplandeciente y con el aroma de tierra mojada. Llené a tope el depósito de limpias gracias a una fuente cercana para tener reserva (no lo había hecho en el área), con agua fresca pero ligeramente turbia y agradecí (a ellos, quienes cuyo nombre ya no recordamos...) con una inclinación que me lo permitieran.



Por la noche, despejado el cielo de nubes y rocíos, salí a examinar el firmamento... y el corazón por poco se me detiene. No había ruido ninguno (excepto un búho, amigo de correrías nocturnas...) ni tampoco luces, si dejamos aparte el pequeño hongo de luz pastosa que surgía de la capital. Las estrellas, en cambio, brotaban a miles... literalmente. La Vía Láctea, un espinazo de nebulosas y astros sin fin. Apenas reconocí las constelaciones... había demasiadas estrellas. En un ambiente así, completamente solo (la gente encargada de la ermita se había marchado) y a oscuras, es casi imposible no dormir bien.

Desperté nuevo, y pronto puse rumbo hacia Piedrahita. Sin embargo, carecía de pan, así que me detuve en el primer pueblo que tuve a mano, Horcajo Medianero, cerca de la divisoria entre las provincias de Salamanca y Ávila, para ir a comprarlo...¡Y me dieron el mejor pan que jamás he probado! ¡Visiten Horcajo, por Dios! El pueblo, en sí mismo, no presenta grandes atractivos, pero el pan... ¡ay, el pan! ¡Aquello no es pan, es pan de oro! Nunca he vuelto a saborear nada ni remotamente parecido. Un kilo de pan auténtico, redondo, pesado (como Dios manda), bien cocido, por 1,6 euros: el mejor regalo que me hicieron jamás. Y, comieras lo que comieras, siempre se avenía bien, y enriquecía cualquier bocado. Me mudaría allí sólo por comer ése pan todos los días... Uno podría alimentarse sólo con él y sobrevivir como un rey...



Ya en Piedrahita, visité la Iglesia de Santa María la Mayor, así como el Museo de Arte Sacro, pero el pueblo no me convenció para pernoctar, así que regresé por donde había venido para quedarme en la ermita de la Vega, a unos tres kilómetros de distancia. Era sábado, y tras comer y descansar un rato salí a patearme los campos y a saludar a las vacas, vecinas mías por un día.



Al regresar contemplé cómo empezaba a arremolinarse gente, sobretodo mujeres de cierta edad, en los merenderos adosados a los muros de la ermita. Estuvieron allí (supongo que es lugar común de reunión) hasta el ocaso, hablando, discutiendo y pasándoselo bien. También había algunas familias, que jugaban a la pelota (aunque esto no me gustó demasiado, pues una ermita es lugar de cierto silencio y respeto, no para dar balonazos a diestro y siniestro...).

Una vez volví a quedar solo y se apagó la traílla no escuché nada (tampoco aquí), más allá de algunos coches con los bum-bum del sábado noche, y el mugir de alguna vaca que aún no quería acostarse.

Aquí dormité casi tan bien como el día anterior. ¿Será por las ermitas? ¿Favorecen el sueño profundo, reparador? Yo creo que sí.

Entonces no lo supe, pero para la jornada siguiente me esperaba un pequeño paraíso.

¿Cuál? Ya se sabrá, ya...


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